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Del antifranquismo a la reconciliación

Símbolo contra el régimen, el mural fue recibido en 1981, cuando las libertades volvían a España, como el último exiliado

Necesitamos ver el Guernica y acordarnos de lo que fue para que podamos seguir el camino de paz y reconciliación entre los españoles”. Con estas palabras terminaba Justino de Azcárate el 19 de octubre de 1977 la defensa ante el pleno del Senado de una proposición no de ley pidiendo al Gobierno que presentara la solicitud de devolución a España del cuadro de Pablo Picasso. Aquellas voces del conjunto de personas y animales que vienen huyendo, aullando, dijo Azcárate, procedían de un acontecimiento lejano, que tenemos latente ahí debajo. Voces que seguimos escuchando horrorizados y espantados cuando se contempla el cuadro.

El 'Guernica' vigilado tras su regreso a España en 1981. | MARISA FLOREZ

¿El Guernica símbolo de paz y reconciliación? No era esto, desde luego, lo que Josep Renau pretendía al encargar a Picasso, en nombre del Gobierno de la República, un cuadro destinado al pabellón de España en la Exposición Universal que abriría en París en el verano de 1937. Tampoco era la denuncia ante el mundo del primer bombardeo desde el aire sobre una ciudad indefensa, con nulo valor industrial o estratégico: nadie podía imaginar en enero de ese año un crimen de guerra de tal naturaleza. Era una llamada a las potencias democráticas que, tras la farsa de la No Intervención, habían abandonado a la República Española a su suerte; era el horror y el espanto que esperaban a Europa si Francia y Reino Unido seguían mirando a otro lado, o como había advertido Julio Álvarez del Vayo a la Sociedad de Naciones en septiembre de 1936: “Los campos ensangrentados de España constituyen ya un preludio de los campos de batalla de la próxima guerra mundial”.

El artista malagueño rechazó cualquier posibilidad de regresar él o de que regresara su cuadro mientras Franco viviera

Los aullidos del Guernica, que eran la voz de la República en guerra contra invasores y traidores, no fueron escuchados y el cuadro viajó a Estados Unidos, quedando entre nosotros su evocación impresa en miles de pósteres clavados en las salitas de estar de las viviendas de las nuevas clases obrera y media crecidas al compás del desarrollo. Picasso, con su carné de miembro del Partido Comunista de Francia, negándose a cualquier trato con las autoridades del régimen, rechazando cualquier posibilidad de regresar él o permitir que su cuadro colgara de algún museo en España, era con el Guernica y su sobrio cromatismo el más preciado símbolo del antifranquismo.

Y en estas estábamos cuando el antifranquismo se trasmutó en reconciliación. Fue resultado de una muy elaborada estrategia del Partido Comunista de España, proclamada a los cuatro vientos desde 1956, extendida al mundo católico en los años sesenta y que acabó por inundar el discurso político en los setenta. Si Franco había mantenido hasta la muerte la escisión entre vencedores y vencidos como base de su poder, lo más antifranquista que podía pensarse era una política de reconciliación entre los hijos de los vencedores y de los vencidos. Y ahí apareció el Guernica, con sus grises, sus llantos y sus muertes: su horror latente ahí abajo, como dijo Azcárate, que sabía bien de lo que hablaba, cuando las libertades públicas volvían a España y el Guernica pudo ser en ella recibido como si se tratara del último exiliado.

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