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Roberto Alagna aporta madurez, valentía y calidad al papel del tenor protagonista

Sangre, arena... y esperma

Calixto Bieito divide las opiniones en París con su visión despiadada de "Carmen"

Llama la atención, decepciona, el revuelo que provocó en La Bastilla la escena de un bailarín desnudo. Llegaron a escucharse protestas y abucheos en los tendidos. Una reacción mojigata a un pasaje que Calixto Bieito parecía haber esmerado lejos de toda procacidad, entre otras razones porque el bailarín en cuestión toreaba en el claro de luna que evoca el tercer acto de Carmen y parecía emular la escena a cuerpo gentil de Juan Belmonte que Chaves Nogales describe en su memorable biografía sobre el pasmo trianero.

El malentendido de los espectadores concedió cierta polémica a un montaje recibido con división de opiniones. Ha aparecido una crónica feroz en Le Monde. Y se diría que otros críticos franceses sobreactuan en la obligación de custodiar la ópera de Bizet como un asunto de chauvinismo o de Estado, concluyendo que Calixto Bieto ha despojado el mito de Carmen del exotismo y folclorismo con que fue parido a iniciativa de Mallarmé en una visión tremendista de la España profunda.

Y no abjura Bieito de la España profunda, más bien la extrapola a finales del siglo XX. Que fue cuando ideó su Carmen en Peralada (1999), ignorando entonces la repercusión internacional del montaje. No ya por su recorrido en Londres, Boston, Palermo, Oslo o San Francisco, sino porque ha envejecido con extraordinaria salud. De otro modo no se hubiera expuesto 18 años después en el sancta sanctorum de la Ópera de París, ni hubiera aceptado Roberto Alagna interpretar por primera vez en casa -parisino es el tenor francosiciliano- el papel extremo de Don José.

También estuvo él en Peralada. Y ha ido proporcionando al personaje toda la madurez y todos sus matices. Alagna ha cruzado el umbral de los 54 años en estado de gracia. Su dicción es impecable. Su línea de canto es exquisita. Su valentía no discrimina el descaro de los pasajes agudos. Y su personalidad teatral incorpora a Don José una credibilidad sobrecogedora. 

Se disciplina Alagna en los requisitos de un personaje atormentado al que Bieito desposee de grandeza y coartadas. Toda la ópera es un ejercicio desmitificador. La concibe Bieito entre el feísmo y el prosaísmo. Y la ambienta con la nocturnidad de una pintura negra, un páramo estético que amalgama la testosterona de los legionarios, la ordinariez de las chonis, la mala vida de los estraperlistas y la sombra de un toro de Osborne -totémico, premonitorio- que se desmorona como la alegoría de una sociedad sepultada en sus bajos instintos y degradantes pasiones, desfigurada entre brochazos de sangre y esperma. Muerte y amor. Amor y muerte.

Es de una enorme crudeza esta Carmen sin heroína emancipada, hembra revolucionaria ni mujer fatal. Hasta el extremo de que el epílogo de la ópera se resuelve con la abyección  de un crimen de género convencional, aunque no haya concesiones a la moralina y a la moraleja. Y aunque la cantante protagonista, Clémentine Margaine, se desenvuelva con desmedida vulgaridad, no está claro si premeditadamente o constreñida en sus limitaciones de actriz mediocre.

Es la razón por la que contrasta la pureza de Aleksandra Kurzak en el papel de Micaela, contrapeso vocal y escénico en un montaje despiadado al que Bertrand de Billy opone en el foso escrúpulo lírico y énfasis cromático. Quiere decirse que hay demasiado aseo en el concepto musical frente al desgarro de la dramaturgia, aunque la ópera responde a sus obligaciones eucarísticas en el desenlace. Una escena poderosa y desnuda que finaliza con Don José arrastrando el cadáver de Carmen como hacen las mulillas con el toro de lidia una vez estoqueado a muerte.

Percute, golpea, hiere la dirección escénica de Bieito. Y conserva la iconografía que la definió hace casi  dos décadas, de tal forma que el recurso de una cabina telefónica y los Mercedes fletados para bajarse al moro redundan en una postal de estética remota, pero de sociología vigente. Y al que urge reprochar la elección de Roberto Tagliavini como Escamillo. Y no porque sea aséptico. O porque sea italiano. O porque el vestido de luces parezca un disfraz, sino porque los toreros, ahí está Belmonte desnudo, meciendo los cuernos de la luna, nunca llevaron puesta la barba ni el bigote de un carabiniere.

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