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CAFÉ PEREC
Columna
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El lector nuevo

La literatura es inconcebible sin ese enigma que se encierra en el gesto de bajar la vista y aislarse

Enrique Vila-Matas

Hallándome ayer por una hora no solo desconectado radicalmente de las redes, sino de cualquier tipo de avance tecnológico de las últimas décadas, en medio de un completo silencio, me dediqué a leer uno de los Carnets de Formentor que horas antes me habían llegado de Mallorca, y allí, un gran texto de Azúa despertó mi curiosidad sobre el capítulo final de El último lector, de Ricardo Piglia, aquel en el que se habla de cómo un lector puede relacionarse con una novela planteándose los problemas de la construcción de la misma y no los de la interpretación del texto.

Por supuesto, este tipo de lector que no se identifica con los personajes y que prioriza la composición del relato no es el que mejor lee (no hay jerarquías en esto), sino simplemente el que se acerca al texto desde una posición cercana a la composición misma; alguien que a veces capta las posibilidades que la obra desdeñó y que lee como si esta no estuviera terminada, quien sabe si porque no ha olvidado que Bioy Casares decía que en cuanto comenzaba a leer una novela, empezaba a reescribirla. No sé, tal vez los mejores libros son los que no damos nunca por acabados.

Convertido estos días en un lector tan asombrado como meticuloso de La parte soñada, el gran libro de otro argentino, Rodrigo Fresán, he recordado que formular la clásica pregunta de "qué es un lector" es, en definitiva, hacerse la pregunta de la literatura, porque esta es inconcebible sin ese enigma que se encierra en el gesto de bajar la vista y aislarse, sumirse en una lectura que en apariencia nos aparta del curso de la vida.

Hubo un tiempo en que para mí la imagen del lector por excelencia era la de Kafka leyendo de noche junto a una ventana en la casa paterna, frente a los puentes de Praga. En esa estampa lo imaginario se hallaba instalado en el espacio entre el libro y la lámpara. Pero últimamente todo parece haber cambiado. Ha ido apareciendo un tipo de lector que recuerda al anónimo bibliotecario de El libro de arena, aquel cuento de Borges que siempre nos pareció que procedía del futuro. Tal vez, dice Piglia, ese bibliotecario es el lector más imaginativo que ha existido después de don Quijote: es alguien que se ha perdido en la librería universal y va de un libro a otro y tiene a su disposición la totalidad de los volúmenes, y a veces se mueve en una viva oscuridad sin principio ni fin.

Es alguien que persigue nombres, fuentes, alusiones, salta de una cita a otra y va de la cita al texto y del texto al volumen y del volumen a las estrellas. Es el lector nuevo. Ni peor ni mejor que otros, pero sin duda alguien cuyo imaginario ya no viaja solo por el espacio entre el libro y la lámpara, sino también por el sueño del universo. Es alguien insomne, cuya posición en el espacio y el tiempo —la misma de la que parece gozar el lector maravillado de La parte soñada— es distinta de la de quien lee en un lugar estable, junto a los padres habituales, frente a los puentes de Praga. También en este detalle puede observarse que hay un lector nuevo y que la literatura está cambiando.

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