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La violencia sin rostro de ‘La libertad del diablo’

El documental de Everardo González abre en Guadalajara una discusión sobre los límites del género

Fragmento de 'La libertad del diablo', de Everardo González.
Luis Pablo Beauregard

Un asesino a sueldo que comenzó a matar a los 14 años observa fijamente a la cámara en el documental mexicano La libertad del diablo. El sicario explica lo fácil y rutinario que se convierte el trabajo de quitar vidas. El homicida también afirma que su reputación en el bajo mundo ganaba renombre cada vez que alargaba la lista de sus víctimas. Sin despegar la mirada del lente del director Everardo González, el matón pide perdón por el daño que ha hecho.

El espectador de La libertad del diablo no sabe la identidad del verdugo que acaba de confesar su remordimiento. El asesino tiene puesta una máscara, al igual que el resto de personajes que dieron su testimonio en el documental. La tela de la máscara no es muy gruesa. Son notorias las manchas que dejan las lágrimas cuando algunas de las víctimas reviven sus tragedias provocadas por la guerra contra el narcotráfico en México, una batalla entre el Estado y los cárteles que ha dejado más de 100.000 muertos y 30.000 desaparecidos en una década.

El documental, presentado este fin de semana en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, ha dado mucho de que hablar porque ha brindado frescura a un tema que se ha desgastado ante la opinión pública. Al haber enmascarado a víctimas y victimarios, el cineasta ofrece una nueva mirada a la violencia en México. Al eliminar los rostros y los gestos, el cineasta obliga a los espectadores a conectar la mirada con sus personajes y a escuchar sus relatos. Sus facciones son desconocidas, pero las palabras nos dejan pistas de los horrores que vivieron. Los acentos, las pausas y, sobre todo sus silencios.

“Quise hacer un ejercicio sobre las posibilidades de verdad que puede ofrecer un documental”, explica González en Guadalajara. El director llevó más allá la idea de anonimato que brinda la máscara. En las entrevistas, los personajes estaban sentados ante un espejo. Frente a ellos observaban una mezcla de su imagen con la del director, que conducía la entrevista detrás del objeto reflejante. “Generaba una catarsis muy peculiar. Hizo que estuvieran en un soliloquio, en una autoconfesión y les generaba cosas muy raras porque estaban hablando con una figura que no reconocen pero que son ellos mismos”.

Everardo González ha sido un polemista del documental. Durante varios años ha discutido los límites del género y ha criticado públicamente a quien le parece que manipula en las obras. En La libertad del diablo él mismo empuja esta frontera ética. “El documental sigue siendo una construcción, una interpretación. Sé que puede ser cuestionado, pero respeté mis cuestionamientos éticos”. El cineasta afirma que sus dudas se evaporaron una vez que las víctimas avalaron utilizar las máscaras. Fueron también estas quienes accedieron que los victimarios fueran entrevistados.

Los testimonios que llenan La libertad del diablo son un trabajo coral del horror mexicano. Hablan las hijas de los desaparecidos que tuvieron que huir del país después de que hombres armados asaltaran su casa. Un hombre cuenta que fue vejado por mujeres policías en el norte de México. Otro habla de la visita que tuvo que hacer a un capo para pedirle que le dijera, por piedad, adonde se habían llevado a sus hermanos. Una madre que reconoció a sus hijos por las zapatillas que se asomaban de una de cientos de fosas que existen en el país. Un policía federal reconoce haber ejecutado extrajudicialmente a presuntos delincuentes por “justicia” y un soldado que afirma haber desertado del Ejército cansado de la corrupción y los abusos.

El director asegura que La libertad del diablo abona a una discusión sobre la “amnistía” que los mexicanos deberán abordar “tarde o temprano”. El documental abre un abanico de opciones para escuchar a las víctimas de la violencia y lo González llama “víctimas del entorno”, aquellos que eligieron la delincuencia porque sus oportunidades fueron anuladas por la pobreza o las fallas del Estado. “Cuando llegue el momento de discutir la amnistía solo deberían opinar las víctimas. Solo ellas tienen la autoridad moral para cuestionar todo esto”.

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Sobre la firma

Luis Pablo Beauregard
Es uno de los corresponsales de EL PAÍS en EE UU, donde cubre migración, cambio climático, cultura y política. Antes se desempeñó como redactor jefe del diario en la redacción de Ciudad de México, de donde es originario. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Los Ángeles, California.

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