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fibras y confabulaciones
Columna
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Holden Caulfield, protector de la infancia

El protagonista de 'El guardián entre el centeno' depone su actitud provocadora ante los niños, únicos humanos con los que congenia

El escritor J. D. Salinger.
El escritor J. D. Salinger.

Holden Caulfield es el narrador de El guardián entre el centeno. También el actor principal. No hay un solo episodio del libro que él no protagonice o del cual no sea o haya sido testigo. No hay otra voz relatora que la suya. Sus acciones, entreveradas de comentarios y recuerdos, llenan por completo esta novela cuyo título, en la versión española, no ha estado exento de controversia. J. D. Salinger (1919-2010) la publicó por vez primera en 1951.

El personaje es un adolescente de 16 años. Ha cumplido 17 cuando redacta su historia en el centro de recuperación donde recibe asistencia psiquiátrica. Dirige su escrito a destinatarios sin nombre. Ustedes, dice de vez en cuando. A mí me complace pensar que se refiere a cualquiera que lea el libro.

Llamo historia a la línea de sucesos que conforman el tronco del relato. En el caso de esta célebre novela, los sucesos son de sobra conocidos. Poco antes de Navidad, un muchacho es expulsado del colegio a causa de su deficiente rendimiento y, antes de presentarse ante sus padres, peleado con un compañero de habitación, decide gastar su dinero y pasarlo bien durante varios días en la ciudad de Nueva York.

No se puede decir que Holden Caulfield protagonice un solo hecho extraordinario. Todo a su alrededor es común; pero él no lo es ni como narrador ni como personaje. Su particular manera de relacionarse con sus semejantes constituye el meollo de esta novela, que ha llegado a fascinar a más de un asesino. La peculiar oralidad del relato sorprende menos que su desparpajo. Uno vuelve cada cierto tiempo al libro de Salinger con la esperanza de hallar la razón de fondo a la irreverencia del protagonista.

Caulfield se define como exhibicionista, nervioso, bastante cobarde, virgen, pacifista, un poco ateo y manirroto

Al principio da la impresión de que el chaval vive encastillado en una actitud negativa. Nada le gusta, a todo encuentra defectos, no establece conexiones empáticas, no cesa de aborrecer. De su profesor Spencer, que lo ha suspendido, destaca su batín zarrapastroso, sus piernas pálidas, su pecho con bultos. Con mayor saña describe a Ackley, un compañero de colegio, de quien afirma que lo tenía todo: “Sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas uñas espantosas”. (La cita proviene de la traducción de Carmen Criado). No es sólo que Caulfield no rehúya la compañía de tantos individuos para él detestables; incluso al poco rato de haberlos perdido de vista ya siente añoranza por ellos. El lector no tardará en percatarse de que el personaje es incapaz de soportar la soledad. En cuanto se ve sin nadie a su lado, corre al teléfono, no importa que sean las tantas de la madrugada ni que el receptor de la llamada esté durmiendo o apenas conozca a quien ha marcado su número.

Caulfield dista de mostrarse compasivo consigo mismo en un texto visiblemente orientado a la indagación de la propia personalidad. En distintos puntos del relato, se define como exhibicionista, nervioso, bastante cobarde, virgen, pacifista, un poco ateo y manirroto. Repetidamente se declara mentiroso. ¿Estamos leyendo la crónica de un hombre que falta a la verdad? ¿Podemos creerle una palabra?

Su negativismo extremo se erige a cada paso en fuente generadora de episodios. Se podrían aducir al respecto innumerables ejemplos. Mientras conversa con su compañero de habitación, que se está afeitando en el baño, provocadoramente Caulfield abre y cierra un grifo, baila claqué, le hace al otro por las buenas una llave de lucha libre y se sienta sobre su toalla. A la madre de un alumno del colegio, a la que encuentra por casualidad en un tren, le hace creer que lo van a operar de un tumor cerebral. De este modo, Caulfield suscita en sus semejantes una percepción saboteada y, por supuesto, sucia, dolorosa, ofensiva, desagradable de la realidad, lo que le acarrea insultos, reprobaciones, rapapolvos y un par de puñetazos en la cara.

Todo parece indicar que la personalidad de Holden Caulfield se afirma con respecto al orden que continuamente él conculca. A cada rato rompe una situación de equilibrio y es en dichas acciones como no para de generar novela, de paso que se mete en líos. Él mismo lo explica en un momento determinado: “Me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo”.

Pero no siempre es así. Holden Caulfield depone su actitud provocadora y de rechazo tan pronto como se halla en presencia de niños, los únicos seres humanos con los que de verdad congenia. Quizá sea este el límite que habría deseado no cruzar jamás, el de su propia infancia. En el colegio de su hermana, borra palabras soeces pintadas en las paredes y le indica a un colegial que lleva la bragueta abierta; en el parque, ata los patines a una niña; a su pequeña hermana Phoebe le da consejos edificantes. Y cuando la ve montada en el caballo del tiovivo, le viene una repentina racha de felicidad. Este rebelde sin causa, ¿se ha convertido de pronto en un defensor del orden? Intuyo que el abismo, en la linde del centenal soñado donde Holden Caulfield se sitúa para impedir que los niños se despeñen, es ese abismo sin retorno que comúnmente llamamos edad adulta.

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