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Los orígenes de la corrección política

Desde los años ochenta, en los campus universitarios de EE UU se libra una polémica batalla

Andrea Aguilar
Protesta estudiantil en la Universidad de Yale en julio de 2016.
Protesta estudiantil en la Universidad de Yale en julio de 2016. Peter Hvizdak (AP)

Coleman Silk profesor universitario en el ficticio college estadounidense de Athena, pregunta a su clase si los dos alumnos que nunca aparecen por el aula son “spooks”, es decir, fantasmas, espectros. La polisemia le juega una mala pasada: esta palabra es también un término denigrante empleado en el sur de EE UU para referirse a los negros. Los dos alumnos ausentes resultan ser afroamericanos. Silk entra en desgracia, su affaire con una joven mujer de la limpieza no mejora las cosas y le granjea el odio de las feministas del claustro. Las miserias y envidias académicas que ha generado a lo largo de su brillante carrera precipitan su caída, según le cuenta en La mancha humana a Nathan Zuckerman. Con esta novela, publicada en 2000 en Estados Unidos, Philip Roth puso el dedo en la llaga del ruidoso debate sobre la rígida imposición de lo políticamente correcto en los campus universitarios. Y como en los pasatiempos en los que al unir con líneas los puntos aparece el dibujo de un animal, el gran novelista conectaba el impulso a priori reformista de la corrección política con el recalcitrante puritanismo estadounidense.

¿Dónde y cuándo surgió la expresión políticamente correcto en EE UU? En un juicio de la Corte Suprema de 1793, Chisholm vs. Georgia, un juez mencionaba de pasada la fórmula para definir un brindis como “políticamente correcta”, pero lo cierto es que fue en el siglo XX cuando arrancó realmente esta historia. En la década de los treinta el empleo de esta expresión se circunscribía a los círculos de la izquierda leninista para referirse a acciones o individuos que se alineaban con los dictados del partido. Pronto, entre descreídos camaradas, el uso de estas dos palabras se impregnó de ironía: políticamente correcto servía para señalar socarronamente a aquellos que seguían a pies juntillas, con fervor exagerado, la línea partidista.

Philip Roth puso el dedo en la llaga de la corrección política en la universidad con su novela 'La mancha humana'

Medio siglo más tarde, en la década de 1980, arranca un furioso debate intelectual que recorre los campus y conquista las portadas de revistas y periódicos en la década siguiente. En el centro se encuentra el acrónimo de políticamente correcto, P.C., expresión abiertamente peyorativa que entonces emplea “gente ajena al radicalismo, que sin embargo aprecia el giro irónico de estas siglas”, sostiene Paul Berman en la introducción a Debating P.C. El presidente George Bush en un discurso en la Universidad de Michigan en 1991 habla de la defensa de la libertad en los campus frente a los censores de lo políticamente correcto, se organizan simposios y conferencias para debatir la cuestión, y se suceden artículos como el de Richard Bernstein en The New York Times 1990 titulado ‘El auge hegemónico de lo políticamente correcto’. En 1993 Bill Maher estrenó su programa televisivo Politically Incorrect.

¿Qué había pasado? ¿Cómo se trastocó el significado original de la irónica expresión que empleaban los izquierdistas radicales? Berman, autor de Terror y libertad (Tusquets) y La huida de los intelectuales (Duomo), explica al teléfono que políticamente correcto se refiere desde los años ochenta a la estigmatización del lenguaje para avanzar en las reformas sociales. Achaca la mutación semántica al efecto que tuvieron los principios filosóficos posmodernos y posestructuralistas de Francia al ser importados y aplicados con tesón en la academia estadounidense. La corrección política “es la niebla que se levanta cuando el liberalismo estadounidense se encuentra con el iceberg del cinismo francés”.

Pensadores como Jacques Derrida y Jean Braudillard defienden que ni el mundo es lo que parece, ni el individuo es absolutamente libre de tomar sus decisiones, y llevan un paso más allá el estructuralismo de Lacan y Barthes. Enormes estructuras impersonales permean el mundo (y a cada uno de nosotros), y entre esas estructuras, el lenguaje es de una importancia capital. El proverbial pragmatismo estado­unidense traslada esas ideas filosóficas a la práctica, y esto confluye con la llamada política identitaria (identity politics) que había cuajado en los setenta a partir de los movimientos de protesta y la defensa de las minorías.

Una relectura política toma el centro de la escena y los departamentos de humanidades dan un giro a sus planes de estudios para abordar la historia de la opresión en sus distintas facetas. Bienvenidos a la primera era del debate sobre la imposición de la corrección política: en nombre de la sensibilidad hacia los otros se impone un estricto código lingüístico y de comportamiento, quien no lo acata se expone a ser vilipendiado. “La atmósfera resultante”, señala Berman, “acabó por parecerse, según sus detractores, al odioso macartismo de los cincuenta, salvo que esta vez la intimidación venía de la izquierda”. Pero las críticas hacia el estricto clima académico también vinieron desde la izquierda.

En 2004, un grupo de seis jóvenes escritores apenas licenciados montaron la revista N+1. Uno de ellos, Marco Roth, recuerda, en conversación telefónica, que sintieron que el horizonte intelectual se estrechaba. “Llegó un momento en el que, si no hacías una crítica ideológica sobre un texto, no valía. Los valores estéticos quedaron relegados y quisimos reivindicarlos”. Confiesa que en los años transcurridos desde el lanzamientod e la publicación a veces han caído en la trampa que trataban de eludir y han primado la igualdad frente a la calidad, en parte por la dificultad de alcanzar el consenso en el plano estético. Y reflexiona: “Al tener el foco en la lucha cultural se pasó por alto que la sociedad estadounidense se estaba rompiendo. Se partía de la idea de que el lenguaje codifica la opresión, pero esto dio lugar a un neopuritanismo. Se discutía el uso de términos racistas, pero no se solventaban problemas de fondo”.

La tensión en la academia se suavizó a finales de los noventa, pero en esos años se aceleró el trasvase al resto de la sociedad de la reforma idiomática y el celo puritano con el que era impuesta. En los últimos años ha vuelto con inusitada fuerza la bronca a los campus, con las “microagresiones” que a pesar de no tener una intención maliciosa son consideradas violentas (por ejemplo, preguntarle a un estudiante latino dónde nació, dando por hecho que no es estadounidense) y los trigger warnings o advertencias que los profesores deben hacer para evitar que la lectura de determinadas obras reavive el trauma de algún alumno (se ha llegado a exigir que se advierta que hay una escena de violencia doméstica en el El gran Gatsby). “La manía con lo P. C. en la universidad es un problema. Es importante la reforma retórica, pero la persecución es cuando menos cuestionable. Hoy el 95% de la gente está de acuerdo en que es detestable. La persecución ahora no viene vestida con filosofía francesa, sino acompañada de una especie de culto posadolescente”, señala Berman.

Si en La mancha humana, de Roth, el profesor Silk resulta llevar toda la vida escondiendo sus orígenes negros, las elecciones del pasado noviembre han descubierto que la sociedad estadounidense también ocultaba un secreto retórico y político. ¿Adiós al eufemismo?

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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