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Y la tolerancia acabó con la tolerancia

El buenismo y el escrúpulo franciscano han descuidado en EE UU y en Europa las emergencias de una sociedad que se resiste el mestizaje

Fotografía de la serie ‘Máscaras’ (1962).
Fotografía de la serie ‘Máscaras’ (1962).Inge Morath (Magnum)

¿Amenaza la tolerancia a la tolerancia misma? La cuestión y la paradoja se justifican en los tabúes que neutralizan las sociedades abiertas. Ha llegado tan lejos la precaución del respeto y de la posición ajena que los países occidentales engendran anticuerpos de autocensura y de corrección patológica, de tal manera que las fuerzas políticas desinhibidas terminan apropiándose de los debates “prohibidos”, incluidos, entre ellos, la inmigración, la seguridad, la identidad, el laicismo y hasta el patriotismo.

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Se diría que los partidos convencionales —socialdemócratas o no— han preferido subordinar el sentido de responsabilidad a la cosmética del bon ton. Tanto se valora la diferencia y la sensibilidad del prójimo que Matteo Renzi se avino a tapar los desnudos de las esculturas romanas que jalonaban el recorrido del presidente de Irán.

Es un ejemplo categórico de una tolerancia entendida al revés. Y no es que la delegación iraní hubiera exigido exhumar la memoria de Volterra, pintor del Barroco cuya fama proviene de haber cubierto los genitales en la escena del juicio final de Miguel Ángel. Fue la propia Administración italiana la que decidió precaverse. Una ofensa podría neutralizar los negocios con Irán, precisamente ahora que la teocracia chií ha abandonado el eje del mal. O que lo ha hecho hasta que Donald Trump esté dispuesto a reanudar los términos antiguos de la Guerra Fría.

El presidente estadounidense simboliza mejor que ningún otro caso la apropiación de las inquietudes ciudadanas. Y puede que apropiarse no sea el verbo adecuado. Se trataba de un espacio vacante y un territorio abandonado, precisamente porque el buenismo y el escrúpulo franciscano han descuidado en EE UU y en Europa las emergencias de una sociedad que se resiste al mestizaje, que teme la abstracción del extranjero y que parece añorar la referencia de un liderazgo inequívoco.

Y es donde los dirigentes xenófobos han encontrado un gigantesco caladero. No sólo hablando sin complejos sobre los muros, las prerrogativas policiales y las garantías de seguridad, sino incidiendo en los instintos y en los sentimientos. Se habla de la posverdad como una mentira posmoderna, pero la polisemia de este neologismo alcanza a definir la posverdad como las verdades tal como se sienten.

No tenía sentido la salida del Brexit. Y menos aún en algunos municipios británicos particularmente beneficiados por la relación comunitaria. Pero la ruptura no provenía de los problemas en sí mismos, sino de la percepción de los problemas. Es más sencillo alertar de la invasión del extranjero que hacer pedagogía de su integración. Es más fácil estimular la pertenencia a la patria que inculcar los colores de la Unión Europea.

Lo saben Geert Wilders en Holanda y Marine Le Pen en Francia, artífices ambos de un proyecto político que se ha convertido en la primera opción de sus naciones. Cuesta trabajo creer que las sociedades se hayan radicalizado. Y no puede explicarse el éxito de ambos desde presupuestos puramente xenófobos o desde estereotipos populistas. Wilders y Le Pen han reac­cionado a la pasividad o a la laxitud de los Gobiernos europeos en asuntos migratorios. Y han asumido el liderazgo de los debates sociales. Empezando por la extensión del Estado social a los extranjeros que no cotizan y por el exceso de tolerancia a los hábitos religiosos musulmanes.

El Consejo de Estado francés, máximo órgano consultivo del Gobierno, sostiene que el burkini es legítimo porque se antepone la libertad del ciudadano en su indumentaria al matiz religioso, pero es el matiz religioso el que introduce un argumento de enorme incomodidad en la sociedad francesa: una mujer embozada en la playa se percibe como un modelo vejatorio y discriminatorio, como un retroceso del laicismo.

Va a echarse de menos la clarividencia de Todorov en la crisis de identidad europea. El pensador francobúlgaro alertaba contra el peligro del oscurantismo. Y no se refería sólo al hacha primitiva del nacionalismo o la vitalidad de la patria decimonónica. Aludía a los límites de la libertad de expresión que se están autoimponiendo las sociedades abiertas en una concepción enfermiza de la tolerancia. El miedo a ofender ha terminado por otorgar el púlpito a los patriarcas del populismo. Y la dejación de funciones y responsabilidades en asuntos capitales de sensibilidad ha fomentado la expectativa mesiánica. Por eso en Estados Unidos han elegido a un sheriff.

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