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Una flor en movimiento

En el baile flamenco actual es común la colaboración con las gentes del teatro

Escena de danza del concierto.
Escena de danza del concierto.Javier Fergo

Olga Pericet. La espina que quiso ser flor o la flor que soñó con ser bailaora. Baile: Olga Pericet. Cante: Miguel Ortega y Miguel Lavi. Guitarras: Antonia Jiménez, Pino Losada. Colaboración especial en el baile y las palmas: Jesús Fernández. Dirección escénica y dramaturgia: Carlota Ferrer. Dirección artística, coreografía y baile: Olga Pericet. Ayuda a la dirección y asesoramiento coreográfico: Marco Flores. Dirección musical: Olga Pericet y Marco Flores. Composición musical: Antonia Jiménez y Pino Losada.

Teatro Villamarta, 28 de febrero

Ante una espina que quiere ser flor o una flor que quiere ser bailaora puede que entremos en el difuso espacio de lo onírico e intangible, que así es la materia que alimenta los sueños. Pero de la fuerza de una quimera o de la simple dialéctica entre contrarios siempre puede surgir un movimiento. No es imposible que la flor pueda bailar mecida, tal vez, por el viento, pero es muy cierto que una bailaora sobre un escenario puede convertirse en flor —o en cualquier otra cosa—cuando la luz, la música y, sobre todo, la danza, como fuerza transformadora de movimiento en arte, se conjuran para materializar los deseos.

En el baile flamenco actual es común la colaboración con las gentes del teatro. Los artistas buscan así cauces escénicos para sus inquietudes artísticas. De este maridaje han podido surgir obras dispares, pero en ocasiones nace la magia del entendimiento entre ambas artes. Cuando la dramaturgia otorga formas al viaje dancístico y emocional que la bailaora propone, se entiende que funciona porque la artista que la encarna se expresa de forma tan libre como cómoda, tan natural que no pareciera actuar, si no fuera por la exigencia de una danza que se muestra excelente en cada gesto.

En su nueva creación, Pericet se muestra teatral y seductora, pícara o histriónica al principio, para alcanzar pellizcos de emoción en un tramo final que, por cierto, se extiende cuando se vislumbra un final redondo con el simbólico brindis entre mujeres. Sin embargo, la coda postrera que trajo el poema lorquiano ‘Gacela del amor desesperado’, interpretado por Miguel Ortega, bien valió la prolongación del espectáculo con la bailaora recubierta de estrellas en la oscuridad.

Un poco antes, se había entregado al juego que propusieron guitarras y cantaores con una guajira cotejada de cantes al golpe. Del compás y el soniquete a la dulce sensualidad del estilo americano, Olga ya parecía acariciar cada movimiento con un sin fin de adornos ajustados a cada estilo. Porque cuando se ponía a bailar por derecho, ahí se podía imponer la opción personal, pero dentro de un canon que ella domina sobradamente. Lució así al inicio en imágenes costumbristas con la marca del clásico español. Se convirtió en muñeca de cuerda imparable hasta fenecer. De rojo durante mucho tiempo, fue el clavel o, tal vez, la rosa que se enfrentó a la espina. De muñequita folclórica a bailaora completa en las cantiñas y en una soberbia soleá. Y un sin fin de imágenes encima de una mesa o de unas sillas, sobre la guitarra o el cante.

El baile y la actuación al completo de Jesús Fernández fue un justo e idóneo complemento. Cantaores y guitarristas compusieron una riquísima banda sonora. Todos parecieron formar parte de un cohesionado discurso en el que las transiciones se diluyeron y la atención del espectador apenas tuvo opciones para la distracción. Todos remaban solidarios en el mismo sentido dentro de una obra que no se hizo larga, a pesar de exceder el tiempo acostumbrado.

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