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Delicias y alergias del cine musical

Tampoco es tan raro, en estos tiempos inciertos, que el gran público se rinda al sonrojante escapismo que siempre fue la melodía principal del género

Un fotograma de 'West Side Story'.
Un fotograma de 'West Side Story'.

No es totalmente cierto que la bien orquestada sorpresa cinematográfica La La Land sea una rareza de inexplicables efectos magnéticos en toda clase de públicos, incluidos los jurados de los más prestigiosos certámenes. Una vez más se saluda el clamoroso éxito de un musical en estado puro —ese en el que los personajes se ponen a cantar y bailar sin excusa, no una película con algún atisbo coreográfico o canciones interpretadas desde un escenario— como el renacimiento de un género clásico de Hollywood. Pero en tiempos recientes ha gozado de una salud que no disfrutaba desde los años setenta, década que aportó títulos extrañamente duraderos como The Rocky Horror Picture Show (1975) o Grease (1978), sin duda posibles gracias a esa obra bisagra entre el musical clásico y el contemporáneo, West Side Story (1960), cuya modernidad sigue vigente.

Sobran ejemplos de la salud del musical cinematográfico desde que se inició el milenio. Momentos que anulan el raciocinio del espectador y le anegan en un océano de ridícula o trascendental emoción: la inconmensurable Meryl Streep arrancándose a cantar The winner takes it all de Abba en la más eufórica escena de Mamma mía (2008); unos inesperadamente armoniosos Nicole Kidman y Ewan McGregor, en Moulin Rouge! (2001), procediendo al sublime recorta y pega de Beatles, Kiss, U2, David Bowie, Elton John y Whitney Houston en lo alto de una elefantiásica construcción; y, naturalmente, la invidente Björk entonando I’ve seen it all con acompañamiento sinfónico pero ritmo industrial, clímax de Bailando en la oscuridad (2000). En lo que va de siglo, otras películas musicales, Chicago (2002) o más recientemente Les miserables (2012), han funcionado estupendamente en taquilla.

Fred Astaire y Ginger Rogers.
Fred Astaire y Ginger Rogers.

La película que Damien Chazelle anhelada rodar desde mucho antes que Whiplash (2014) —fastidiosa apoteosis de fascismo educativo aplicado a un pobre chico que aspira a ser batería— le convirtiese en segura inversión para los grandes estudios, partía de una premisa conquistada plenamente: evitar las trampas que supone traspasar el género al cínico presente de lo virtual y realizar un musical para aquellos que sienten alergia bordeando la vergüenza ajena cuando la estrella de turno se pone a cantar y bailar como si fuese lo más normal del mundo. Y conviene recordar que un día lo fue, antes de la invención de la reproducción fonográfica todos cantábamos y bailábamos, en la iglesia, la taberna o el salón dominguero. Quizás sea aquel ejercicio exultante, sanísimo para pulmones y espíritu, cuyo abandono nos convirtió en melómanos pasivos, lo que activa la antipatía hacia el musical.

La La Land no es tanto una regeneración como un puntual rescate hecho con brillantez o cursilería, según opiniones. También un salto hacia atrás, a la edad de oro del género: algunas escenas se inspiran claramente en la volátil elegancia de Fred Astaire y Ginger Rogers, sus evoluciones en clásicos como En alas de la danza (1936), o en los gimnásticos revoloteos de Gene Kelly que estructuran Un americano en París (1951). Con un toque de modernidad al citar la colorista ingenuidad de Las señoritas de Rochefort (1967) y buscar credibilidad en el genuino jazz que ama el protagonista encarnado por Ryan Gosling. En este sentido, por su misma pleitesía a un lenguaje semiolvidado durante décadas, el film de Chazelle no aspira a romper moldes, sino a recomponerlos.

No es algo nuevo o denunciable: una obra cumbre como Cantando bajo la lluvia (1952) era, en esencia, un prodigioso refrito disfrazado de homenaje. Y tampoco es tan raro, en estos tiempos inciertos, que el gran público se rinda al sonrojante escapismo que siempre fue la melodía principal del género.

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