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Columna
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Nesciencia

En su último libro 'La prisión transparente' Antonio Gamoneda roe el hueso de lo existencial

Antonio Gamoneda posa en 2012.
Antonio Gamoneda posa en 2012.Samuel Sánchez

En su recientemente publicado libro de poemas con el título La prisión transparente (Vaso Roto), Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) se entrega a esa extrema sabiduría invernal del no saber, un ascético ejercicio de despojamiento de todo lo circunstancial y aleatorio, quizás en busca del puro hueso de lo existencial. En este sentido, la prisión transparente es una especie de cárcel del espíritu que se retrae y recoge. La concisa fórmula elegida por este poeta como letanía verbal es un “no sé”, pero que se repite gráficamente en forma vertical, aunque, no pocas veces, en diagonal, lo que produce un efecto visual escalonado, siempre quedando en el aire lo que cada peldaño tiene de ascenso y descenso. Me parece muy importante la incertidumbre de esta conjugación interlineal tan sucinta por lo que tiene de escansión rítmica, que anima esta reflexión extrema sobre lo despojado, y por lo que este intervalo genera de distanciamiento entre la negación y la sapiencia, produciendo de esta manera un mutuo desequilibrio entre ambos términos. Se enclava esta “negación de la negación”, a mi modo de entender, en la médula histórica de la mejor poesía española, entre Juan de la Cruz y Quevedo, ambos ardientes prisioneros de sí mismos en pos de liberadora humillación, que es el retorno a la tierra, lo original del origen.

Le cabe al arte, en un mundo alocadamente afirmativo como el nuestro, el recurso de la negación, pero sin entregarse al nihilismo. Es lo que se expresa con el poder de su no poder, como el pensamiento se hace sabio mediante su inutilidad: una acción retroactiva tan necesaria en un hoy tan estúpidamente pragmático que lo devora todo menos lo fundamental. Gamoneda como poeta se ha sustraído de este apocamiento, pero ahora, en su ya alta edad, quiere rendirse cuentas royendo el hueso de lo existencial hasta el fondo, encerrándose en su cristalina prisión, privándose hasta de la menor hipérbole.

Le resta en esta tarea de librarse de las excrecencias de sí mismo, y así atisbar mejor lo que queda de sí, la voluntad erótica, una operación comprometidamente dolorosa por transitiva. Se abandona todo en este tránsito en pos de recuperar la inocencia perdida. “No obstante, / hay solución;” —escribe Gamoneda— “sí, / hay solución universal pero, no obstante, hay también / efectivamente, hay en mí / en imprudente analogía (con la verdad se entiende), un pensamiento / que excede las negaciones y las afirmaciones; excede, incluso, la / veracidad de los espejos. / Voy/ a decirlo: / Yo / amo”.

Este fervor amoroso, injustificado e injustificable, se mantiene en vilo, como la infernal diagonal del dolor del Cristo suplicante en el Huerto de los Olivos sin obtener respuesta, pero también en la esperanzada ascensión celeste de Jacob. No sé yo tampoco cuál es el enigma de esta senda vertical hollada por Gamoneda, pero comparto, conmovida, su verdad, la de su prisión transparente.

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