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La poesía emigrante de Manuel Rivas

El autor lee en Madrid versos de su nuevo libro, 'A boca da terra'

Juan Cruz
Manuel Rivas, durante su recital en Madrid.
Manuel Rivas, durante su recital en Madrid. Lola Larumbe

Manuel Rivas cumple 60 años en otoño de 2017; si lo miras con cierto detenimiento verás en él al muchacho que venía a EL PAÍS hace cuarenta años vestido como un marinero, aún con el temblor que sienten los periodistas cuando todavía creen que el monte no es orégano. Ese muchacho ya escribía poemas y redactaba crónicas a partir de palabras inconexas que le llegaban a la Redacción del periódico gallego en el que empezó a trabajar a los 14 años.

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Ese muchacho luego hizo la guerra del periodismo (en EL PAÍS, por cierto) y de la literatura, batallas incruentas pero terribles de las que puedes salir lisiado del alma; algunos se revuelcan luego de heridas supremas de la autoestima o de excesos de autosatisfacción. Rivas ha sobrevivido a diversos éxitos literarios, y sigue por el mundo como si fuera el cartero del niño que fue, repartiendo versos en sobres como aquellos que remitían los parientes de los emigrantes gallegos o canarios.

Con esos sobres sigue repartiendo el interior de sus libros. Y los trajo anoche a la Librería Alberti de Madrid, donde fieles de su poesía (y de su manera de ser) lo fueron a escuchar recitar sus propias traducciones de A boca da terra, que apareció primero en gallego y que ahora aparece como La boca de la tierra en Visor. Rivas iba vestido como un leñador irlandés, con un toxo en la mano (la flor amarilla de los inviernos gallegos), que depositó en una botella de agua; llevaba también aquellos sobres de avión con sus poemas, dentro de un envoltorio en el que había dibujadas unas mazorcas, y empezó a leer como un cura laico. El libro tiene una cubierta negra, como todas las de Visor, pero él le ha puesto la luz (la alegría) de una foto obra de su hija Sol (Sol Marilño) en la que se ve a una mujer brasileña que ofrece su teta al aire, su pecho lleno de inscripciones milagrosas.

El pelo de Rivas ya es blanco; pero él sigue siendo el que llevaba panes y lápices de colores a las presentaciones de los libros; en tiempos su madre le guardaba el pan, hasta que él terminaba de recitar; ahora ya no está la madre, pero el poeta sigue siendo un hijo, como si llevara consigo no sólo toda la familia, los antepasados, la hermana María, la novia, la mujer, los hijos, el perro (O Rivas pequeno lo llamaba el padre)… y la propia tierra en la que nació, O Monte Alto de A Coruña.

La suya es una poesía emigrante, que se fija en la música y en el dolor y que él la habla como si hubiera sido concebida para que también saliera de su voz, y de su arte, el olor de la tierra. Hay básculas de la infancia, las espinas de la historia colectiva, el invierno de Galicia, las ganas de vivir y también la compasión que despierta el sentimiento de injusticia que queda en el alma de un niño que aparece y se sienta como un hombre de casi sesenta años pero que cuando empieza a recitar, como si parara el mundo y la edad, es otra vez el muchacho de menos de veinte años que emigraba a Madrid a ver si le renovaban el pasaporte para seguir en EL PAÍS.

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