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sillón de orejas
Columna
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(Des)propósitos de año nuevo

Para este año, en el que conmemoramos el 40º aniversario de la muerte de Nabokov, me he propuesto revisar la obra de ese autor clave en mi vida de lector

Manuel Rodríguez Rivero
Fotograma de 'Lolita', de Stanley Kubrik.
Fotograma de 'Lolita', de Stanley Kubrik.

1. Revisiones

Ya no hago propósitos para el nuevo año. Conseguí dejar de fumar (tabaco, me refiero) hace ya 15 años, y en cuanto a la dieta sana, aquí me tienen, siempre luciendo prácticos modelos talla dos o tres equis ele, así que ya no me tomo en serio mis poco voluntariosos esfuerzos de reducir la ingesta de Johnnie Walker (deberían darme un premio a la constancia) o limitar mis excursiones bulímicas a la nevera. Cuando era más joven (si cabe), solía hacer, como el aplicado Jay Gatsby, una lista de lo que quería conseguir en el año que empezaba: incluía ser más amable, no procrastinar, mayor actividad física, asistir con frecuencia al teatro y programarme la relectura o lectura de novelistas que me interesan. Para este año, en el que conmemoramos el 40º aniversario de la muerte de Nabokov, me he propuesto revisar la obra de ese autor clave en mi vida de lector. Rescato de mi atiborrado archivo el recorte con el obituario (5-7-1977) que le dedicó Rafael Conte en este mismo periódico y en el que el crítico citaba la estupenda Pálido fuego como la obra maestra de su autor. Me parece poco: Lolita, Ada o el ardor, Pnin, algunas de sus narraciones cortas (pienso, por ejemplo, en La veneciana) y, sobre todo, Habla, memoria, todas ellas de su gran etapa americana, también merecen figurar en el panteón de la mejor literatura de la segunda mitad del siglo XX. Si quieren acompañarme en el homenaje, encontrarán la mayoría de su obra publicada en Anagrama en traducciones fiables: con Nabokov, Herralde demostró ser tan cabal que incluso sustituyó hace algún tiempo una mediocre traducción de Lolita por la actual de Francesc Roca. Algo que, reconozcámoslo, no es muy frecuente en su gremio.

2. Lectores

Menuda cobertura mediática logró hace unos días la Federación de Gremios de Editores (FGE) a cuenta de la presentación del informe La lectura en España, el tercero que se publica ¡en los últimos 15 años! A los medios les interesó muchísimo el dato de que en este país exista casi un 40% de la población que le tiene tanta alergia al libro que no lee nunca: eso es lo que suscitó el mayor morbo y provocó que los voraces informativos televisivos improvisaran encuestas callejeras en las que se preguntaba a los ciudadanos cuántos y qué libros leían. Lo cierto es que la nota de prensa y las entrevistas a los satisfechos responsables de la FGE dispensaron a los asendereados periodistas de leerse el informe. Si lo hubieran hecho, habrían descubierto que el texto (como también ocurría en el Informe de comercio interior correspondiente a 2015) estaba trufado de morrocotudas erratas, a veces propias y a veces provenientes de las fuentes utilizadas: en la página 31, por ejemplo, se afirma que en 2015 se editaron un 21% más libros que en 2014; y en la 88, que “el 92% de la población es lectora, si bien sólo el 88,6% lee todos los días o, al menos, una o dos veces por semana”, algo que de ser cierto convertiría a los escandinavos en poco menos que analfabetos funcionales al lado de nuestro cultísimo lectorado. Lo cierto es que la FGE debería dedicar una pequeña parte de su exiguo presupuesto a la corrección de los textos que publica: seguro que, a pesar de los recortes, todavía podría sacar algo de alguna partida presupuestaria dedicada a gastos tontos. La flojera económica del que es uno de los más importantes sindicatos de editores de Europa viene de lejos: por eso hace casi un lustro que no publican una encuesta mínimamente fiable acerca de nuestros hábitos de lectura y compra de libros. Y por eso, además, su presencia internacional (ferias) se ha debilitado. Además de la crisis, de los recortes y de la proverbial alergia a cotizar de sus miembros, la FGE todavía no se ha recuperado del negrísimo agujero dejado por su descuidada e ingenua relación con Editrain, la empresa (hoy extinta) de Jaume Brull (antiguo secretario general de la FGE), quien consiguió la casi exclusividad de los subvencionados cursos de formación del sector editorial y que, al final, se fue poco menos que de rositas y dejando a docenas de empleados con un palmo de narices. Espero que, cuando logre tapar del todo el agujero, la FGE se tome más en serio sus informes. La sociedad y el sector del libro los necesitan.

3. Mirones

Me lo pasé bastante bien leyendo El motel del voyeur (Alfaguara), uno de esos reportajes más o menos escandalosos con los que el astuto Gay Talese consigue de vez en cuando acaparar la atención de los pacatos medios estadounidenses. Un voyeur adquiere un motel en Aurora, Colorado, con el propósito de observar cómo se lo montan y en qué pasan el tiempo sus huéspedes cuando creen que nadie los mira. Años más tarde contacta con Talese, le invita a conocer su observatorio secreto y le pasa las notas que ha ido tomando durante sus sesiones de mirón. Talese monta su reportaje, interpretando lo que ve y lee, y mezclándolo con sus reflexiones (nada del otro mundo) sobre su anfitrión y sobre la vida americana. Durante mi lectura se mezclaban en mi cabeza, además de las imágenes del sugerente ensayo de Bruce Bégout sobre el motel americano (Lugar común; Anagrama), el recuerdo de mis lecturas clandestinas adolescentes de un libro mucho más antiguo que mi padre escondía en la zona prohibida de la biblioteca familiar: la novela naturalista El infierno (1908; Rey Lear), de Henri Barbusse, en la que un hombre joven y hastiado, que malvive en una sórdida pensión, descubre en la pared de su cuarto una grieta por la que puede observar lo que hacen sus vecinos. El de Talese se lee en una tarde de frío.

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