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TIPO DE LETRA
Columna
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Lo que pasa es que yo trabajo

Cristina Rivera Garza aborda en un fascinante libro la vida, la obra y el silencio de Rulfo

Javier Rodríguez Marcos

El silencio de algunos escritores resulta tan fascinante como su obra. Es el caso de Juan Rulfo, cuyo centenario se celebra este año. Su negativa a hacer carrera después de publicar El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) ha dado lugar a explicaciones más o menos románticas. La del propio Rulfo, sin embargo, tiraba a materialista. Cuando recibió el premio Príncipe de Asturias de 1983 le preguntaron por esa renuncia y respondió: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Pues sí, Rulfo trabajaba. Primero como “fiscal de obreros” en la compañía de neumáticos Goodrich-Euzkadi, un cargo al que él se refería sin eufemismos: capataz. De la angustia de aquel trabajo lo libró su nombramiento como viajante de la misma empresa. El nuevo puesto lo llevó a recorrer México y a atesorar conocimientos que alimentaron tanto sus ficciones como un género de moda: las guías turísticas. Luego seguiría viajando por cuenta de la Comisión de Papaloapan, un organismo oficial para el “desarrollo” fundado en 1947. Para ella redactó informes y tomó fotografías que recogían las condiciones de vida de los indígenas de Oaxaca y, con el tiempo, justificaron que los desalojaran de las tierras anegadas por la Presa Miguel Alemán.

Aunque el Rulfo-funcionario más conocido es el que gastó sus últimas décadas de vida en el Instituto Nacional Indigenista, el Rulfo-viajero es el que dejó más huellas en el Rulfo-escritor. A rastrearlas ha dedicado Cristina Rivera Garza un libro fascinante: Había mucha neblina o humo o no sé qué (Literatura Random House). Alternando historia, ensayo, crónica y viaje, Rivera Garza responde a esta pregunta: “¿Es posible concebir la producción de una obra y la producción de una vida sin que una esté supeditada a la otra?”. La respuesta es “no” porque “entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida”. Y eso es lo que hizo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, huérfano desde los 10 años, aficionado al alpinismo y devoto de Knut Hamsun, escritor y fotógrafo (solo se han publicado 500 de las 7.000 instantáneas que tomó).

Con el derecho que le da “el cuidado que he puesto en y por su mundo”, la escritora mexicana se refiere a su paisano como “nuestro gran experimentalista”. Habla incluso de un Rulfo-queer: “¿Cómo es que ningún otro escritor o escritora mexicana de su tiempo tocó con tanto aplomo y más naturalidad el tema del aborto o la menstruación?”, se pregunta. Ni la erudición ni la fascinación le impiden, sin embargo, retratarlo como alguien que conoció el mito del progreso en el momento mismo de su propagación. “Rulfo”, escribe, “utilizó sus muchas habilidades para ganarse la vida y, así, legitimar y cuestionar al mismo tiempo el proceso modernizador del que resultarían las grandes metrópolis y el tipo de existencia veloz y mecánica que terminaría dando al traste con la vida rural de la que tanto se hizo su obra”. Esa contradicción dio lugar a dos obras maestras y a un silencio también magistral. ¿Cómo fue posible? Primero, porque, nos dice Rivera Garza, fue un escritor, no un ideólogo. Segundo, porque, nos lo dijo él mismo, trabajaba.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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