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La literatura desmadrada

Los encuentros transatlánticos de escritores generan la comunidad hispanoamericana de autores que solo alcanzó a prefigurar el ‘boom’

Jordi Gracia
De izquierda a derecha, Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, el crítico Emir Rodríguez y Pablo Neruda.
De izquierda a derecha, Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, el crítico Emir Rodríguez y Pablo Neruda.

La gente viaja más que nunca y los escritores también. Y con los escritores viajan sus libros, que llegan incluso a donde no llegan ellos. Lo que ha llegado de veras es el final de la literatura como síntoma de secta rara, y se acabó por fin la sensación de engrosar un subgrupo humano de exclusivos neuróticos recluidos en covachas atestadas de libros, alérgicos a la draculina luz del día y al borde del colapso por mortificación estética.

Del mismo modo que se ha multiplicado la exposición pública de la sociedad ante sí misma, se han multiplicado también los nudos (y nidos) de encuentro entre escritores y lectores para celebrar sus complicidades y manías: los festivales, los diálogos públicos, las mesas redondas o las conversaciones abiertas (y retransmitidas por streaming) han creado la ilusión de hacer manejable un mundo que sigue tan ingobernable como siempre, pero menos desapacible. La instantaneidad del contacto directo con el escritor es cierta y real, y no lo es ya sólo en el día de Sant Jordi o en la Feria del Libro de Madrid. El calendario de actividades es apretadísimo tanto en América Latina como en Europa, y si un solo lector adicto decidiese estar en todos los festivales presenciales perdería la chaveta entre aeropuertos, como algunos escritores sensibles lamentan hoy perder el oremus entre hoteles y camas y transfers internacionales.

La instantaneidad del contacto directo con el escritor es cierta y real, y no lo es ya solo en el día de Sant Jordi o en la Feria del Libro de Madrid

Es un regalo de la sociedad del espectáculo o de la cultura como mercancía o de la vil comercialización de la literatura. Vale la pena compartir silla con 300 oyentes más ante una conversación de escritores: eso sucede en los Hay Festival de Arequipa o de Cartagena de Indias, sucede en Segovia o en Xalapa, y es emocionante ver los auditorios suspendidos de lo que está diciendo Margo Glantz en una sala cuando Bryce Echenique habla en otra, mientras bebe un traslúcido vaso de agua (con el botellín de agua precintado sobre la mesa), y más allá celebran un mano a mano luminoso Marta Sanz y Fernando Iwasaki, o en la otra punta del mundo corre el público a encontrar sitio en un auditorio de otras 300 butacas donde no cabe nadie más para escuchar a Javier Cercas y Domingo Ródenas.

Puro espectáculo en todos lo sentidos que causaría la envidia profunda, desatada, irreductible de quienes vivieron los primeros pasos de esta invasiva lealtad de los escritores a los lectores que les buscan y les escuchan, aunque no siempre les compren y les lean (por fortuna). Hace 50 años, José Donoso anduvo quejándose neuróticamente de la escasez de sillas titulares de la nueva literatura hispanoamericana, siempre copada por los seis o siete nombres fijos. A muchos nos repatea todavía hoy la mezquina estrechez de otra lista de nombre oficiales de otra oficial generación del 27, marca comercial que restringe a otra media docena de nombres una pluralidad de creadores que se desmayaría de saber las cantidades de gentes dispuestas a pagar su entrada para oír durante una hora a una pareja de escritores. Todos no deben de ser buenísimos, imagino, pero el público lo pasa en grande escuchándoles e incluso leyéndoles.

Antes todo era infinitamente más difícil y exasperantemente lento. Hoy la conversación puede ser instantánea y apenas hay que andar con las precauciones que hacían falta antes, cuando viajar era imposible (excepto para el 1% de la población, a ojo). El jefe de marketing de Fondo de Cultura Económica fue durante muchos años Manuel Andújar, un escritor español exiliado en México, y fue él el encargado de preparar el viaje de Carlos Fuentes a Madrid en 1966. Andújar quiso convencer al jefe de FCE en España, Javier Pradera, del bien que haría mimar a Carlos Fuentes. Se apresura a presentárselo como la óptima vedette o el perfecto regalo de Navidad hecho escritor y producto mercantil porque llegará con el propósito de “entablar un vivo diálogo con los escritores de mayor enjundia y personalidad”. Además de ser un “novelista extraordinario, es hombre de gran simpatía y ágil talento y, para redondear la oportunidad, sabe que en el mundo de hoy la discusión es decisiva”. Entre su “inteligencia y cordialidad”, todo parece “valiosísimo” para poder “organizar una estupenda propaganda de las obras de Fuentes editadas por el Fondo (y usted entiende el subrayado confidencial que estas palabras implican)”. No es autor más que de La región más transparente, su primera novela, “y La muerte de Artemio Cruz, que tenemos en existencia”.

¿Tanto hacía falta para presentar nada menos que a Carlos Fuentes? Obviamente sí, porque en España nadie sabía quién era Carlos Fuentes y todavía no ha llegado Cambio de piel, premiada con el Biblioteca Breve al año siguiente. Esa misma inopia es la nuestra de hoy ante la mitad de los escritores que programan los festivales literarios: otra estupenda noticia sobre la democratización de la literatura. Algo tendrá de bueno este guirigay cuando hasta el sabio de la tribu, Rafael Sánchez Ferlosio, accede a sus casi noventa años, y por primera vez, a sentarse apaciblemente a firmar sus libros mientras se cuece a 30 grados a la sombra en la Feria de Madrid: un auténtico espectáculo.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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