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Crítica | Belleza oculta
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mensajes de taza de desayuno

A sus creadores les ha salido un desastroso manual de autoayuda de librería de aeropuerto

Javier Ocaña

BELLEZA OCULTA

Dirección: David Frankel.

Intérpretes: Will Smith, Edward Norton, Kate Winslet, Michael Peña, Helen Mirren.

Género: drama. EE UU, 2016.

Duración: 94 minutos.

En El nombre delante del título, su autobiografía, el director estadounidense Frank Capra escribió una preclara declaración de intenciones: "Mis películas explorarán el corazón no con lógica sino con compasión. Me ocuparé de las dudas del hombre insignificante, de sus maldiciones, de la pérdida de la fe en sí mismo, en sus semejantes, en su Dios. Y mostraré la superación de las dudas, la valerosa renovación de la fe, y la convicción final de que puede y debe sobrevivir por sí mismo y seguir siendo libre". Una sentencia que bien podrían haber firmado los autores de Belleza oculta: David Frankel, desde la dirección; Allan Loeb, en el guion, y Will Smith en la interpretación, como el rostro visible de ese producto cinematográfico sobre el hombre medio al que las circunstancias le hacen dudar de sí mismo y de sus convicciones morales.

Y, sin embargo, a Capra le acababan saliendo películas tan bonitas, creativas, demoledoras e inspiradoras como ¡Qué bello es vivir!, y a Frankel, Loeb y Smith un desastroso manual de autoayuda de librería de aeropuerto como Belleza oculta. Y todo ello a pesar de compartir, y volvemos a la frase inicial, la ausencia de lógica, los elementos mágicos que emparentan a ambas películas con la fábula fantástica; la compasión; las dudas del hombre; las maldiciones del destino, aquí la muerte de una hija de 7 años; la superación, y la libertad. Está claro que a Smith le interesa el subgénero: En busca de la felicidad (2006) y Siete almas (2008) ya compartían esos signos de desmoronamiento emocional y físico, mensaje de superación y catarsis final. Pero, aun siendo ambas demasiado blandas, Gabriele Muccino, su director, conseguía controlar los excesos en el ternurismo para no naufragar del todo. En cambio Frankel y, sobre todo, su guionista, Loeb, se zambullen en el spot paliativo, en la frase rimbombante, en el mensaje de gurú del adoctrinamiento. Sin trascendencia ni complejidad.

La muerte de un hijo es seguramente lo más terrible que le puede ocurrir a una ser humano. Pero no les basta: suman, en los personajes adyacentes, a un padre libertino al que su hija pequeña no le dirige la palabra, a una eterna aspirante a madre sin apenas posibilidades de serlo, y a un moribundo con cáncer. También unos ángeles, aunque mucho menos divertidos que el de ¡Qué bello es vivir! Y un cargamento de elementos formales que pretenden llevar al espectador hasta el éxtasis lacrimógeno. Convirtiendo a la película en una risible homilía pagana para tiempos agnósticos, en los que la religión es una frase inspiradora de una taza de desayuno.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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