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Heras-Casado debuta en el repertorio con una lectura fluida y emocionante

Richard Wagner superstar

Àlex Ollé propone un "Holandés errante" espectacular y de gran audacia tecnológica

Javier del Real (EFE)

Richard Wagner es un compositor mucho más autobiográfico de cuanto desprende el culto de su obra fuera del espacio y del tiempo. No  autobiográfico como Mahler, que exuda en el pentagrama  el álbum de fotos, los recuerdos infantiles, la banda sonora de su vida, la alegoría del inadaptado, pero sí desde la correlación que existe en la experiencia propia y la elaboración de las inquietudes universales. El amor y la muerte. La codicia. La redención.

Y es la redención el argumento subliminal de El holandés errante, cuya escritura proviene otra vez de las vicisitudes personales. Tan personales como la experiencia traumática de un viaje en barco que le hizo recalar en la costa noruega, exactamente donde llega a la deriva la nave de Daland, un tipo facineroso y dispuesto a ceder a su hija al Holandés a cambio de joyas y dinero, más o menos como si Wagner, otra vez autobiográfico, quisiera despecharse de los acreedores que le constriñeron a huir.

Estas experiencias no contradicen los rasgos ni los síntomas de una ópera romántica, como tampoco contraindican la oportunidad una extrapolación contemporánea, extrema, amparada en la universalidad de las cuestiones que jalonan la obra de Wagner.

Es la decisión de Àlex Ollé en el puente de mando de La fura dels baus. "Rescatar" la ópera de su coyuntura estética. Trasladarla a un astillero clandestino de Bangladesh donde se desguazan barcos de residuos tóxicos. Y exponer en semejante anomalía escénica otra anomalía argumental, la historia fantasmagórica de un navegante condenado a vagar por los mares como represalia a su vanidad. Que es un pretexto wagneriano para hablarnos de otras cosas -la lealtad, el sacrificio, el amor ideal, los caminos de redimirnos- sin descuidar la ortodoxia del ideal romántico. Los mares del Holandés son los mares de los cuadros de Turner en la pavorosa hegemonía de la naturaleza, haciendo de los hombres instrumentos arbitrarios de las mareas y del destino.

Alex Ollé se distancia de las intenciones del compositor, pero propone, a cambio, un espectáculo imponente. Una dramaturgia que nunca decae al abrigo de los vientos wagnerianos y que concede al espectador continuas razones para sorprenderse en las obligaciones de la cultura audiovisual. No ya por la ambientación de la nieve y el desierto como escenarios desolados en la frontera de Mad Max, sino porque la tecnología, tantas veces utilizada en la ópera con vacuidad y finalismo, funciona aquí como un prodigio y un ejercicio de magia embriagador.

La prueba definitiva es el tercer acto. Ollé hace naufragar literalmente la escenografía. Consigue trasladar la impresión visual y conceptual de que el mar ha inundado, en efecto, la escena, hasta hacerla desaparecer en un oleaje espectral. Y parecería que van a surgir en cualquier momento  los acomodadores del Real, con chalecos salvavidas para garantizar la evacuación de los espectadores y ponerlos a salvo.

No es filología wagneriana este montaje de El holandés, pero sí reúne los requisitos de un gran espectáculo. Contribuye la credibilidad de Ricarda Merbeth al frente del reparto. Y lo hace la lectura musical de Pablo Heras-Casado, cuyo prometedor debut en el repertorio wagneriano permite recrear metáforas tan evidentes como la fluidez de su lectura, el pulso de timonel preclaro con que desenvuelve en el foso, la facultad de llevarnos por las aguas tranquilas y por la tempestad. Y el hallazgo de las corrientes submarinas que Wagner escribió debajo del oleaje de las notas mismas.

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