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EXTRAVÍOS
Columna
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Perdición

En su ensayo 'Pensar y no caer', Ramón Andrés levanta un vuelo propio para mejor atisbar las miserias de nuestra existencia

En absoluto como una mera recensión crítica de varios libros, sino haciendo hincapié en lo escrito por sus respectivos autores, el escritor Ramón Andrés (Pamplona, 1955), en su último ensayo titulado Pensar y no caer (Acantilado), levanta un vuelo propio para mejor atisbar las miserias de nuestra existencia. En este sentido, aunque cada uno de los 10 capítulos de su obra arranque con una mención bibliográfica precisa, el lector tiene la sensación de asistir a una conversación íntima entre Andrés y los temas desarrollados en los libros por él seleccionados. Una conversación: un verterse en el fluido del pensamiento; una, si se quiere, confluencia que ensancha y aviva el cauce de la interrogación. “Pensar la escritura”, apunta al respecto el propio Andrés, “es hacer pie en el surco donde germinamos, en la tierra donde se fragua un empeño… Nunca estamos donde estamos. No podemos estarlo porque hemos olvidado la evocación. Y la evocación es llamar, suplicar que algo venga a reconocer nuestro emplazamiento y lo que desconocemos de nosotros”.

Tratando de orientarse en esta general desorientación, Andrés repasa, además del sentido de la escritura, la capacidad de extensión en intensidad del ser humano, sin dejar de otear su inescrutable origen. Por ejemplo, se pregunta cómo a partir de su primigenia condición rastrera aspira a elevarse, pero, sobre todo, escruta cómo, una vez distendido su cuerpo al máximo para así “todo apretar, nada cogiendo”, este erguido bípedo pretende volar, una aspiración tanto más delirante cuanto factible. Porque antes de convertirse en un proyectil mecánicamente autopropulsado, ya se había agenciado un trampolín para hablar con los dioses, el inalcanzable altísimo.

En cierta manera, este reflexivo libro de Andrés tiene no poco de una anatomía de la inquietud humana, con su correspondiente gimnasia volatinera, esa locura del día que indefectiblemente nos hace caer sin pensar. Repasa Andrés estas caídas a partir de las sugerencias que le proporcionan libros, composiciones musicales y películas, tras los que se esconden autores del fuste de Sebald, Agamben, Sloterdijk, Brodsky, Lutoslawski o Béla Tarr, pero de aquella manera antes señalada que implica zambullirse en su curso para ampliar caudal. Y nos interesa en el sentido histórico y simbólico del “pan nuestro de cada día”, del cuerpo, de la íntima animalidad de nuestro ser, del significado de nuestra pertenencia a la comunidad, de nuestra identidad occidental, de nuestra condición mortal o de la nada.

Cual si fuera un extemporáneo ermitaño contemporáneo, que se retirara del mundo para aquilatar así mejor su inestable sostén, Ramón Andrés nos indica que nuestra única forma para remontar el vuelo, para pensar y no caer, es la activación intempestiva de ese contratiempo de la búsqueda de nuestra original perdición, disimulada por la inane gestión de nuestras más que discutibles ganancias. El vuelo de Andrés es profundamente poético, por lo que le cuadran bien esos versos de Jorge Guillén, en su poema Anillo, de Cántico: “… No hay historia. / Hubo un ardor que es este ardor. Un día / solo, profundizando en la memoria, / a un eterno presente se confía”.

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