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Crónica
Texto informativo con interpretación

Larga vida al hombre sensible

Nick Lowe alterna villancicos y temas laicos de un modo que suena atemporal en su concierto en Madrid

Nick Lowe, en su concierto en Madrid.
Nick Lowe, en su concierto en Madrid.Jorge T. Gómez

Avanza Nick Lowe por el escenario de la Joy Eslava y la sensación de complicidad resulta instantánea: entran ganas de llevárselo a casa, cederle el cuarto y apañárselas uno en el sofá. Espigado, ya sin un solo pigmento de color en el flequillo y con esas gafas de pasta como de catedrático que acaricia la jubilación, Lowe transmite una vibración tan serena y adorable como su propia obra. Hace mucho que no rubrica nada parecido a un éxito, al menos desde una acepción convencional, pero a sus 67 años -la inmensa mayoría de ellos con la guitarra al hombro- no le conocemos motivo de reproche. Ni siquiera su aún reciente disco de canciones navideñas, que, por aquello de los horrores propios del calendario, ocupó anoche una parte significativa del repertorio.

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Se permitió el de Surrey un par de piezas en estricta soledad, igual que hiciera en su inolvidable concierto madrileño de hace cinco diciembres. Y abrió con People change, un título más bien equívoco: él ha cambiado muy poco, empeñado en que su cancionero resulte tan atemporal que a menudo hemos de tirar de memoria (o de Google) para discernir entre obras pretéritas y recientes, entre las propias y las prestadas. Como la maravillosa Not too long ago, medio tiempo delicioso que coló en uno de sus enormes álbumes de madurez (At my age, 2007) pero que se remonta al catálogo del casi olvidado Joe Stampley. Mediados de los sesenta, evidentemente.

Ragin’ eyes, el tercer título de la noche, sirve para dar la bienvenida a Los Straitjackets, el enmascarado cuarteto de Nashville, una correosa banda de rock primigenio que salpimenta las canciones de Nicholas Drain Lowe con travesura y talante noctámbulo. Los hombres de las máscaras mexicanas suenan a taberna y viejos tiempos, aunque el paréntesis central del concierto, cuando el jefe británico aprovecha para recobrar fuelle, acaba antojándose excesivamente prolongado. Incluso aunque incluya una irónica lectura surf de My heart will go on, aquella riada de lágrima y moco de Céline Dion para Titanic.

Todo es mejor cuando nuestro abuelo gafapasta recobra el mando de las operaciones, con su aura venerable y la serenidad que confieren la sabiduría, las horas de vuelo, la aceptación del pellejo propio. Lowe se siente cómodo en el suyo, razón por la que incluso sale airoso de sus concesiones navideñas. La música estacional suena rancia en diciembre y extemporánea en cualquier otro momento, pero Christmas at the airport o A dollar short of happy, que tienen muy poco de villancicos, son tan encantadoras que bien merecen el indulto.

Ventajas de ser, como dice otra de sus enormes canciones, ese hombre sensible al que solo podemos desear larga vida. Para el arreón final quedaron las páginas más clásicas, las únicas tarareadas por una audiencia que casi abarrotó la Joy: de Half a boy and half a man a Cruel to be kind, When I write the book (ah, los tiempos de Rockpile) o una ralentizada (What’s so funny ‘bout) Peace, love and understanding. Lowe se marchó a casa maravillado con las buenas vibraciones de la ciudad en un martes de invierno, pero antes honró al amigo Elvis Costello con un Allison recreado casi en forma de suspiro. Solo en el escenario, igual que al principio. Con un hilo de voz. Como si estuviéramos en familia, quizás en el sofá de casa. Enorme.

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