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EL CORREO DEL ZAR
Columna
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Salvador, salvado de las aguas

El náufrago que pasó 438 días a la deriva en el Pacífico afronta ahora su fobia al mar

Jacinto Antón
Salvador Alvarenga, rescatado
Salvador Alvarenga, rescatado

Saqué unos tentempiés de la máquina distribuidora mientras acudía a la cita con el náufrago; nunca se sabe. A lo largo de los años, he conocido a varios supervivientes de situaciones extremas –sin contar a los que se salvaron de los campos nazis-, entre ellos a uno de los 16 que regresaron del célebre accidente aéreo de los Andes relatado en ¡Viven!, Eduardo Strauch, con el que compartí mesa (no le molestó que pidiera entrecot). Lo de Salvador Alvarenga ha sido incluso más intenso: el pescador de tiburones triplemente predestinado (por Salvador, por salvadoreño y por salvado), me explicó cara a cara lo que fue su tremenda aventura: 14 meses a la deriva en alta mar con el único acompañamiento los primeros 118 días de su compañero de pesca, Ezequiel Córdoba, que falleció al cabo de ese tiempo y al que lanzó al agua tras mantenerlo una semana a bordo, mientras se ponía negro y se momificaba con el sol y el salitre, por miedo a quedarse solo. “No me comas”, le había pedido.

Alvarenga es un hombre sencillo, franco, tranquilo y nada proclive al dramatismo y los aspavientos. Habla de su experiencia –apenas alzando las cejas al decirle que el programa al que le han invitado se llama A vivir que son dos días- sin adjetivarla y eso hace su relato –el relato del náufrago- aún más sobrecogedor. El 17 de noviembre de 2012 él y su camarada fueron sorprendidos por un temporal mientras faenaban en su panga en el golfo de Tehuantepec, en la costa oeste de México, y, con el motor estropeado, la corriente los arrastró inexorablemente hacia el corazón del Pacífico. El 30 de enero de 2014, 438 increíbles días después, Alvarenga apareció en una playa de un atolón de las islas Marshall, ya llegando –relativamente- a Australia, con un aspecto que hasta los caníbales hubieran salido corriendo, incluido el ir prácticamente desnudo y llevar las luengas barbas y el larguísimo y enredado cabello sujetos con espinas y raspas de pescado como horquillas.

El náufrago está ahora de promoción del apasionante libro que ha escrito sobre él el periodista estadounidense Jonathan Franklin (en esta historia todos llevan nombres pertinentes), Salvador (Alienta, 2016). Con el pelo corto, aseado y vestido de manera discreta, Alvarenga pasaría desapercibido en cualquier sitio. Pero cuando empieza a hablar... Como Strauch, y como otros supervivientes, no utiliza subterfugios y aborda con toda crudeza los episodios más turbadores, desagradables y pavorosos de su odisea. Estuvo varias veces a punto de suicidarse, rajándose la garganta con el cuchillo que portaba o lanzándose al mar –los tiburones seguían todo el rato la embarcación-. Cuando le pregunté si al morir de consunción su compañero no pensó en servirse de él como alimento respondió con franqueza, encogiéndose de hombros: “No, por entonces disponía de suficiente comida”. Y añadió: “Y él además era puro huesos”.

Sobrevivió a base de empeño, de tesón, de conocimiento del medio –pudo pescar mucho, sobre todo tortugas, a las que destazaba, se bebía la sangre ávidamente y comía las vísceras, y cazar aves, a las que les rompía las alas para disponer de comida fresca-, de lluvia y de suerte. Le salvó no caer en la desesperación absoluta y no dejar volar demasiado la imaginación que, como es sabido, es heraldo del miedo. Eso ha venido después. Trabaja con una psicóloga su fobia para poder regresar al mar. “Voy metiéndome, poquito a poco”. De momento se ha comprado una barca. La ha bautizado Náufrago.

Es difícil decir que es lo que más impresiona de todo lo que cuenta. Cómo se hacía pinchitos con los ojos de los peces, ricos en vitaminas. La intimidad con un tiburón ballena. El afecto por una boya –al estilo del coco de Tom Hanks-. La cura de una otitis vertiendo su propia orina en la oreja. O cuando tras semanas de convivir con Pancho, un ave a la que había tomado cariño y conservaba de mascota y amiga, sosteniendo largas conversaciones con ella, en un periodo de carestía le rompió el cuello, tras taparle la cara con un trapo, y se la comió entre lágrimas. “Eso fue canibalismo”.

Al acabar de hablar, le invité a compartir las cosas que había sacado de la máquina expendedora. Las miró, con detenimiento, y luego a mí. Finalmente, cogió la barrita de cereales y se la guardó en el bolsillo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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