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LIBROS / MÚSICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gran engañifa de 1996

'1996 & The End of History', del crítico británico David Stubbs, le da un buen rapapolvo al triunfalismo ombliguero del brit pop de los 90’s

Si algo bueno tienen la subcultura y el friquismo es que permiten vivir una realidad alternativa. Los más cínicos llamarán a esto “evasión”, pero a veces el mainstream es tan lúgubre que la huida es la única opción. No siento más que cariño por los chavales que visten de Legolas en la puerta de Norma Cómics. Pues en tiempos de desazón, en este país esperpéntico, a mí también me entran ganas de calzarme unas mallas y farfullar en élfico. Porque, maldita sea, “andelu i ven” (“el camino es peligroso”).

Esto viene a cuento de 1996 y la década que lo rodea. Leyendo 1996 & The End of History, de David Stubbs, me he dado cuenta de que yo me resistí a desfilar al ritmo del zeitgeist del año. Y no solo porque 1996 me pilló en otro país. Más bien porque intenté esquivar, en un estilo no tan distinto al élfico, la excrementicia dirección cultural y política que apuntaba la década. Inútilmente, debo añadir.

Empecemos diciendo que el espíritu 90’s era pura cochambre, tanto allá como aquí. En el Reino Unido, como relata Stubbs, el weltanschauung imperante era un triunfalismo retrógrado, una “euforia bravucona”, que celebraba la frivolidad, la “prosperidad” y el somos-los-mejores. Las épocas de fugaz afluencia general, los “años de paz”, vomitan solo arte autocomplaciente y sumiso. Stubbs compara 1996 a 1966, pero difiero: pese a la dominación pop-cultural inglesa en el mundo, los sesenta eran tiempos convulsos y existía la amenaza nada ilusoria de una Guerra Nuclear. La música era sonriente y sonaban la-la-lás, sí, pero rascabas un poco y asomaba el armagedón.

1996 se merece a Oasis: un grupo que solo anhelaba ser un refrito de cara B de los Beatles

Los noventa no fueron así, y 1996 los define. En el Reino Unido, la imagen del año son Oasis tocando en Knebworth para 250.000 personas. Las cifras asustan más, casi, que las del programa de eutanasia nazi. La pose y la dialéctica general eran de autocongratulación demente y verborrea farlopera. Gente alardeando de superioridad numérica feromonada y poco más; como en Nuremberg, 1933.

1996 se merece a Oasis: un grupo que solo anhelaba ser un refrito de cara B de los Beatles. Qué digo; ni eso. De Gerry & The Pacemakers. Algunos de sus significantes –la Union Jack en la guitarra de Noel Gallagher-, eran de tal patrioterismo petulante que incluso a mí, que soy anglófilo hasta las trancas, me entraban ganas de vomitar. Oasis, como buenos estultos, entendieron mal lo del uso pop de la bandera. Tampoco supieron verbalizar el orgullo working class, arrancándole toda lucha y cerebro para reducirlo a un par de clichés más pueriles que un torneo de eructos: ser una superstar, fumar champán y beber cigarrillos, y no sé qué leches más. Hasta mi hijo, que va a segundo de primaria, tiene metas vitales más elevadas que Liam, cazurro #1 del pop.

Sus compañeros de viaje en la “cool Britannia” no se quedaban cortos. Semanarios para gañanes como Loaded, vocingleros presentadores de TV con la nariz en llamas (Chris Evans), el abazofiado himno “Three Lions”, Blur, Spice Girls, Tony Blair en Downing Street y una colección de medianías en el Top Ten (Cast, Sleeper, Elastica...) que inundaron de lágrimas mis cansados ojos. Aquello era “hedonismo de masas”, en efecto, pero sin la carga de peligrosidad anti-establishment que tenían subculturas masivas de clase obrera como los ravers o la 2-Tone. No: el brit pop 1996 lo redujo todo al MCM (Mínimo Común Memo). Muchos entes en un estadio colosal berreando a la vez la solemne parida que es “Wonderwall”.

Empecemos diciendo que el espíritu 90’s era pura cochambre, tanto allá como aquí

“Wonderwall”, de hecho, refuta mi afirmación inaugural: que se podía vivir de espaldas a algo así. Sería como decir que estabas en Berlín el 10 de noviembre de 1938 pero no te enteraste de la kristallnacht. Es cierto que unos pocos chiflados trataron de escapar a las colinas de la exploración pop: el propio Stubbs destaca las incursiones (secretas) de Pram, Underworld o Babybird. Pero allá en el llano, “Wonderwall” lo infectaba todo como un herpes: radio, TV, pubs, el hippy con guitarra del metro... Su pompa totalitaria se traducía para la minoría no-comulgante en una inquietud que Stubbs compara a “estar sentado en el pub al lado de una mesa llena de borrachos pendencieros”.

En España esto fue de otro modo, porque el indie rock distaba de ser masivo. Solo les gustaba a cuatro escribas de tendencias y cuatro universitarios (eran los mismos cuatro), como explica Nando Cruz en su crucial Pequeño Circo. Pero incluso así, el indie rock nacional se asemeja al brit pop en que se las arregló para excretar un apabullante alud de basura estéril. Los discos de Menswear valen hoy 20 centavos por lo mismo que en España no se prevé un cercano revival “noise pop”. Nadie quiere revivir 1996, un año que (musicalmente) fue como una parranda nudista cuya resaca solo trae recuerdos abochornantes.

Y en cuanto a la generación 90’s como creadora de artefactos culturales, si nos ponemos a comparar mitos y discos con su directa antecesora (los 80’s) veremos que existe una leve diferencia entre Decibelios y Sideral, Cicatriz y Australian Blonde. En cuanto a radicalidad y pelotas. Raigambre y alienación. Porque los cordiales chicos del indie 90’s crecieron en un plató de Teletubbys. Y por ello su legado es el que es.

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