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EXTRAVÍOS

Hazaña

Terence Davies se ha dejado la piel para saldar su deuda con Dickinson. Y la nuestra

Fotograma de 'A quiet Passion'
Fotograma de 'A quiet Passion'

Creo que el término justo para calificar el filme del cineasta británico Terence Davies (Kensington, 1945) titulado A quiet Passion (2016), mal traducido en su versión castellana como Historia de una pasión, es el “prodigio”, porque, a mi juicio, no hay otro mejor epíteto para describir el intento de compendiar en una película la vida y la obra de la poeta estadounidense Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830-1860). En principio, por lo que calificó irónicamente otra poeta, la polaca Wislawa Szymborska, como nula fotogenia de los vates, pues, lo que les pasa, ocurre más por su mente que por el mundo, pero, no digamos, sí, como en el caso de Dickinson, convierten además su vida en una progresiva interiorización. En efecto, esta extraordinaria escritora autodidacta, por mucho que su acomodada familia irradiara un esmerado refinamiento cultural y un estimulante sentido crítico, apenas sí salió de su pequeño coto hogareño y de su diminuta aldea natal, emplazada a poca distancia de Boston. Como una cúpula de Borromini, su forma de expandirse fue mediante contracciones, exprimiendo el espacio hasta su límite mínimo. Crecía para adentro, poseída por un loco afán de sutilidad. Como apeteciendo transformar su ser viviente en algo tan comprimido como una esencia, un aroma.

Fotograma de 'A quiet Passion'
Fotograma de 'A quiet Passion'

No en balde, en una carta dirigida a uno de sus muy raros y escogidos corresponsales, le espetó la siguiente afirmación epigramática: “Pensé que ser un Poema uno mismo, impedía escribir versos, pero percibo el Error”. ¡Y tanto, porque llegó a escribir 1.775 poemas, de los que publicó en vida ni siquiera una docena! Y, aunque fuera muy consciente de su original e innovadora veta poética, no se amilanó por la insufrible desatención pública, lanzada como estaba por esa senda retractiva. Parecía absorta en la labor de estrechamiento de sus límites, que progresivamente se redujeron al paisaje local, al atisbado desde su casa y, por último, al de esa “jaula mágica” de su propia habitación, donde se recluyó paradójicamente para así pulsar mejor el inabarcable universo. Sus versos tan abreviados y punzantes como el filo de una navaja, brillan con la cegadora luminiscencia de un diamante tallado. Nada falta, ni sobra en ellos: son el fruto de la pura radioactividad mental de su visionaria autora.

Ahora bien, ¿cómo entonces filmar esta intensa vida sin más coloración dramática circunstancial que el del anodino consumirse en la concentración ensimismada? ¿Cómo encadenar imágenes de quien quiso convertirse ella misma en un Poema? Al principio, califiqué como “prodigio” la película de Terence Davies, porque era una empresa de entrada imposible. Pero son precisamente estas, las únicas, que, por estar de antemano condenadas al fracaso, acreditan ser recordadas como hazañas. Como diría la propia Dickinson, solo el fracaso hace sonrojar al éxito. En este sentido, claro que el cascarón icónico de las mudables imágenes no pueden revelar el turbador aroma del misterio poético, pero la previsible fragilidad narrativa de cada hiriente desajuste troca el repudio en emocionada admiración. Porque el cineasta Davies se ha dejado la piel para comunicarnos cómo pagar su personal deuda con Dickinson y, de paso, la nuestra. Se lo agradezco.

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