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El desarraigo postmoderno del pop pasa por Oriente

Músicos occidentales como Blur, Devendra Banhart o Connan Mockasin encuentran inspiración en Japón o en la China postcolonial

Devendra Banhart, en un concierto en Dorset.
Devendra Banhart, en un concierto en Dorset.Richard Gray (EMPICS Entertainment / Cordon Press)

Situar a un urbanita occidental en una megalópolis lejana como Tokyo, rodeado por el hormigueo incesante de miles de congéneres absolutamente desconocidos y aparentemente distantes, y dejarlo solo y a merced de la disparidad de un huso horario que voltea la rutina como un calcetín (los seres queridos duermen mientras uno hace vida), es seguramente una de las formas más eficaces de ponerle ante el espejo y enfrentarle a sus propios demonios. Habrá quien prefiera encerrarse en una cabaña, aislado del mundo, para activar el reset (miren lo que le pasó a Bon Iver), pero pocos enclaves están sirviendo como escenario más idóneo para exhibir la desorientación y el desarraigo de esta suerte de postmodernidad que nos toca vivir que ciudades tan frenéticas como Tokyo o Hong Kong.

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En Lost In Translation (Sofia Coppola, 2003), y sobre el tapiz sonoro creado por Kevin Shields (My Bloody Valentine), Bill Murray y Scarlett Johansson daban vida a dos almas que, desde atalayas vitales distintas, llegaban a la capital japonesa enfrentados a sus respectivas crisis. Sumidas en la desorientación, interrogándose acerca de su rol en medio del desorden, del sentido de sus accciones como parte de un engranaje que muchas veces se revela caótico. Les acogía un entorno de grandes rascacielos revestidos de vidrio, bizarros karaokes y un entramado de tics culturales muchas veces sumido en el delirio y el frenesí.

Como una traslación sonora del espíritu que alumbró aquella película, como el prolongado eco de su serena y -a la vez- agridulce melancolía, cada vez son más los músicos occidentales que encuentran, especialmente en el país del Sol Naciente, un nuevo impulso para reactivar carreras en momentos de cierta zozobra. El último fue Devendra Banhart, quien lleva meses reconociendo en entrevistas que Japón encarna la cultura más poética que existe sobre la tierra. En las canciones de Ape In Pink Marble (2016) evoca el sentimiento de estar recluido en un motel japonés de los años 80. El embrujo nipón podría revestirse de mero antojo estético en manos de quien nunca tuvo reparos en enredar su concepto del folk con otros nutrientes (bossa, ritmos latinos), pero la ominpresencia del koto (instrumento japonés de cuerda) a lo largo de su minutaje revela mucho más que simple querencia por lo exótico: al margen de apelaciones al demonio budista (Mara), hay un -logrado- intento por insinuar los contornos de la trascendencia en piezas como Mourner's Dance, alentada por la pérdida reciente de seres queridos del entorno de Banhart. Una suerte de réquiem (con ecos del Badalamenti de Twin Peaks) cuyo acolchado y crepuscular molde constituye el vehículo perfecto para que el compositor texano nos hable directamente, sin el desgarro ni el subrayado de dramatismo al que nuestra cultura acostumbra, de la muerte.

Quien sabe muy bien lo que es recluirse durante más de un mes en un hotel japonés para pulir nuevo retoño discográfico es el neozelandés Connan Mockasin. Lo hizo en marzo de 2013, atraído por una urbe fascinante, a la que califica de “futurista y vieja a la vez”. El extraño Caramel (2013) fue el resultado: trasteaba con su perfil de masculinidad y trataba de sublimar esa desorientación postmoderna en canciones que sonaban como si un Prince de lo más perezoso inhalase helio. Se saldó con disparidad de opiniones, pero hasta hoy mismo sigue prendado de la cultura japonesa.

Precisamente la cancelación de un concierto japonés fue lo que hizo que Blur quedasen recluidos, durante casi una semana entera, a casi 3.000 km de allí, en un hotel de Hong Kong. Y aquella estancia en la gran urbe china postcolonial -también en 2013- fue el caldo de cultivo para que fermentase The Magic Whip (2015), su solvente retorno tras 12 años en los que la relación entre Damon Albarn y Graham Coxon se redujo a la mínima expresión. Alquilaron un estudio para matar el tiempo, y el influjo oriental obró el milagro, prendiendo de nuevo la química en un trabajo que Coxon definió como “folk de ciencia ficción”. De hecho, con él Damon Albarn prolongaba su obsesión por reflejar la inquietud ante la distopía de un futuro inmediato repleto de sombras, atenazado por la obsesión tecnológica. Una sensación (acrecentada en su caso por el acecho de la crisis de la mediana edad) que se reflejaba en títulos como Thought I Was A Spaceman o There Are Too Many Of Us.

La relación -y a veces fascinación- entre los tótems occidentales del rock y la cultura oriental, en síntesis, tiene poco de nueva (históricos discos de Miles Davis, Deep Purple, The Flaming Lips o la propia existencia de los Japan de David Sylvian lo atestiguan), pero su fluidez para enmarcar de forma brillante la alienación postmoderna es una tendencia al alza. Una querencia que empieza a ir – en este mundo interconectado- mucho más allá del habitual guiño cómplice a unas señas estéticas o del mero capricho exótico, ya que a veces traduce una desazón -que es global- en obras de calado. Tan lejos de oriente, y a la vez, tan cerca.

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