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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La gran estafa de Noel Gallagher

Diego A. Manrique

Resultaba emocionante, lo confieso. Viajabas al Reino Unido durante los años imperiales de Oasis y sentías aquello que proclamaba George Clinton: “One nation under a groove”. Los Gallagher mostraban el potencial aglutinador del pop: odiados o queridos, imposible mantenerse indiferente; hasta los esnobs del indie debían tragar ya que grababan para Creation, el gran sello independiente de Alan McGee.

Una propuesta irresistible. Canciones que –dígamoslo finamente- bebían en las fuentes del mejor pop, actitud para dar y tomar. Solo en un país tan insular podía ocurrir que tanto los medios como el público se convirtieran en yonquis de las aventuras de los Gallagher: su ascensión y (prolongada) caída se vivió como un culebrón.

"Supersonic', el documental sobre Oasis, es tan trepidante como tramposo"

Burbujeaba además una insolencia social que tal vez no se apreciaba fuera. Hermanos de origen proletario (padres irlandeses, para más inri), procedentes de Manchester (es decir, belicosos ante el sur de Inglaterra) y que encarnaban dos estereotipos: Lennon y McCartney, el cantante bocazas y el tipo discreto que no deja que se olvide que funciona como el-genio-en-la-sombra.

Este último, Noel Gallagher, ha ejercido como productor ejecutivo de Supersonic, el documental que se estrena el próximo viernes en España y que retrata la vertiginosa irrupción del grupo, entre 1993 y 1996. Una epopeya plasmada por Matt Whitecross de modo abrumador: nada de bustos parlantes, un uso imaginativo de la animación, abundantes grabaciones y vídeos inéditos; hasta se recrea la llamada telefónica en que la madre informa a Noel que su hermano menor ha formado un grupo.

Eran graciosos los jodidos: Liam explica la dinámica fraternal en términos de perros y gatos. Todavía hoy, cuando ya les hemos visto estrellarse, su monumental seguridad en si mismos te deja boquiabierto. Pero dejaban de ser divertidos cuando sacaban sus malas mañas: la bochornosa arrogancia de Noel al recoger un premio Brit de manos de Michael Hutchence, insultado como “vieja gloria”.

Supersonic es el equivalente a subirte a una montaña rusa en realidad virtual. Solo cuando has recuperado el aliento te planteas que algo falta, que ya sabías aproximadamente todo lo que se cuenta. Y entonces entiendes qué significa eso de productor ejecutivo (también Liam figura así en los créditos, pero no se lo tomen en serio). “Producir ejecutivamente” consiste en esquivar los detalles enojosos y teledirigir Supersonic hacia su fin último: reanimar la marca Oasis, destacar su excepcionalidad y quitar caspa nostálgica, caldeando el ambiente para una reaparición triunfal, todavía sin fecha pero inevitable.

En las dos horas de Supersonic no encontrarán ni el entorno musical (el britpop) ni el trasfondo político (el ascenso de Tony Blair). Nada que pueda frenar la subidón, como las demandas por plagio o los excesos que torpedearían el tercer álbum, Be here now, ratificando el dicho de que “la cocaína es la forma en que Dios te avisa de que ganas demasiado dinero”.

Cierto, no podíamos esperar que una narración autoproducida revelara las múltiples minas que pisaron cuando se instalaron en Londres. La lástima: Supersonic imposibilita que alguien se lance a realizar el documental multidimensional y matizado que Oasis sin duda merece.

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