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Un lío de impunes

El sardónico autor de novela criminal del Bronx vuelve con un libro de redención y venganza que firmó con alias

Esto es una novela de Richard Price (The Bronx, 1949), pero estuvo a punto de no serlo: el autor anhelaba escribir una obra “comercial” con seudónimo (Harry Brandt), solo que el proceso se asemejó, en sus palabras, a “sacar un conejo de un sombrero de cristal”. La autoría cantaba como una almeja; eso es lo que el hombre intenta decir. Price —que ha publicado nueve novelas, ha recibido premios por The Wire, ha sido nominado al Oscar por un guion (El color del dinero, 1986) e incluso escribió el vídeo Bad de Michael Jackson— aprendió en sus veteranas nalgas que la mayoría de autores meritorios escriben con un estilo que no dictan la voluntad o el mercado, y que es tan inmutable como la trayectoria de la órbita terrestre. Al final Price claudicó, resignado, y terminó firmando con su nombre real. Un hombre debe escoger sus batallas, y lo de disimular su voz estaba condenado al fracaso.

Dicho lo dicho, Los impunes solo naufraga en eso, lo de la firma encapuchada. En todo lo demás es puro Richard Price después de 1992, la época en que el autor decidió dejar de escribir sobre sí mismo y —con Clockers— zambullirse en lo que Nelson Algren pudo haber definido como “periodismo emocional”. Drama callejero realista inmerso en una trama criminal.

Los impunes, hay que decir también, no es un libro perfecto. El número de bajas mortales de la novela es más alto que en Predator II, y en sus 411 páginas condensa más nombres imposibles de memorizar que el libro del Génesis (al final, uno tiene que abandonar el control freak que lleva dentro y seguir avanzando sin corroborar identidades; de otro modo, no terminaríamos nunca). Pero esas son sus dos únicas pegas.

La trama es tridimensional, sin clichés, adictivísima y tiene fondo de sobras para que quepan en ella reflexiones hondas. Hablamos de Billy Graves, un detective maduro que patrulla el turno de noche en Manhattan, y su obsesión creciente por uno de sus casos no cerrados, cierto homicida que se fue de rositas. A esa hebra se entrelazan los incólumes de cada uno de sus colegas (todos tienen un indemne), y cómo de repente alguien les está dando sistemático matarile. Aparece también un piernas intrigante, Milton Ramos, el policía que se la tiene jurada a Graves. Ramos, de hecho, es el típico secundario que acapara los mejores diálogos y roba el plano. Un villano en relieve, como el Kingpin del nuevo Daredevil o el Tommy Shelby de Peaky Blinders: malos con métodos cuestionables pero bagajes que fomentan la empatía. En eso Price es el rey: la elaboración de personajes creíbles y humanos, estén del lado de la ley o del desorden.

Esta historia de “revancha indirecta”, obcecación autodestructiva a lo Moby Dick y culmen con lavado-de-pecados (tres temas predilectos de Price; y míos también) sube de ritmo según pasan las páginas, y a partir de la 250 agarra una aceleración feroz. Eh: quieres saber. Necesitas saber. Vas a saber, desoyendo los gemidos famélicos de tus hijos en la habitación contigua y las llamadas conyugales a levantarte de la chaise longue, lavar tus pústulas y hacer algo de provecho con tu vida. Y lo harás, algún día lo harás, pero no hasta que hayas terminado Los impunes. Un libro de polis y cacos que trasciende su género, causa síndrome de abstinencia y se lee como una serie de televisión especialmente trepidante.

Los impunes. Richard Price. Traducción de Óscar Palmer Yáñez. Literatura Random House. Barcelona, 2016. 411 páginas. 22,90 euros

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