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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el jardín de Trotski

De no haber venido a México no habría sabido que el político ruso tuvo un retiro al final de su vida, un breve paraíso cerrado

Antonio Muñoz Molina
Llegada de Trotsky a México en 1937, junto a su esposa Natalia Sedova y Frida Kahlo.
Llegada de Trotsky a México en 1937, junto a su esposa Natalia Sedova y Frida Kahlo. AFP

Al niño lo despertaron en la oscuridad los gritos y el estruendo de los disparos. Saltó al suelo y se escondió a gatas debajo de la cama, lo más hondo que podía, en el rincón debajo del cabecero, y ahí se quedó no recordaba luego cuánto tiempo, encogido contra la pared, con los ojos muy abiertos y las manos en los oídos, escuchando el golpe de la puerta abriéndose de una patada, y luego los gritos y los pasos de los hombres que retumbaban en el suelo donde él yacía y sobre todo el tableteo de los disparos, no de pistola ni de fusil sino de metralleta, aquellas metralletas Thompson que se veían en las películas de gánsteres. Pero en las películas los disparos no sonaban con tanta violencia, más aún en el interior de habitaciones cerradas. El niño los sentía acercarse, chocar contra las baldosas, clavarse contra el yeso de la pared de su dormitorio y contra la puerta que lo separaba del cuarto de su abuelo. Era a su abuelo a quien venían a matar, y él habría querido salir de su escondite para protegerlo, pero estaba paralizado y tiritaba de miedo, todavía con algo de la irrealidad del sueño en su conciencia. El olor y el humo de la pólvora lo sofocaban. Bastaría un estornudo para que los ejecutores descubrieran su presencia. Era como en esos cuentos en los que un niño está escondido en un sitio estrecho y seguro y escucha en la oscuridad pasos amenazadores que se acercan, pasos de hombres cargados con armas automáticas y calzados con botas de tacones que redoblan en el suelo.

Esteban Volkov nos lo explica todo, muy afable, disciplinado en su tarea de recordar, señalando las cosas con un índice encorvado por la edad

Entonces se hizo el silencio. Los verdugos se iban. En ningún momento se habían encendido las luces. Al entreabrir los ojos él veía los relámpagos sucesivos de los disparos. Al salir de debajo de la cama y encender la luz vio los huecos de las balas de metralleta en la pared de su cuarto.

Setenta y seis años después un anciano enjuto de ojos muy claros, con una gorra negra en la que está dibujada la W de Volkswagen, mira esa habitación y está viendo en ella un recuerdo casi exacto. Lo único que ha cambiado es la cama, más ancha que la que él tenía entonces, cuando llegó a México y a Coyoacán para vivir con su abuelo. A diferencia de la de casi cualquier otro hombre, la memoria del ingeniero Volkov, Esteban Volkov, tiene una materialidad meticulosa, que corrige con su nitidez objetiva las veladuras del recuerdo, las correcciones y supresiones del olvido. El ingeniero Volkov mira su cuarto de niño con esos ojos muy claros y siempre un poco húmedos. Para casi todos nosotros hay una casa amplia y umbría y un jardín de la niñez que tienen una consistencia de espejismo y de sueño: el tránsito de la penumbra interior a la claridad del jardín; la hondura de las habitaciones en las que los mayores duermen la siesta en un silencio de verano; las figuras veneradas de los muertos, agrandadas por la estatura que tenían cuando nosotros mirábamos hacia arriba para encontrar sus caras; la amplitud de laberinto y de bosque de un jardín que habría resultado ser pequeño y sin mucho lustre si lo hubiéramos vuelto a ver de adultos.

El ingeniero Volkov pasea por esas mismas habitaciones, en las que están preservados los mismos muebles, el hule sobre la mesa del comedor, las máquinas de escribir y el dictáfono rudimentario que usaba su abuelo. Los árboles son ahora mucho más grandes que entonces, pero como él los vio crecer no ha notado el cambio. La casa sería una quinta confortable y modesta, como tantas de esa época y de ese barrio, esa periferia que era entonces casi una arcadia rural, si no fuera por la fea añadidura de fortaleza que prolonga sus muros. Después del ataque, organizado por los estalinistas mexicanos, liderado en persona por David Alfaro Siqueiros, hubo que elevar las tapias del jardín y que poner torreones de vigía en los ángulos. Algunas altas ventanas que daban a la calle están cegadas por ladrillos, lo cual daría a su interior una oscuridad de claustrofobia.

En algunas fotos, León Trotski y su esposa están acompañados por un niño: “El abuelo, la abuela, y servidor de ustedes”, dice Volkov

Esteban Volkov nos lo explica todo, muy afable, disciplinado en su tarea de recordar, señalando las cosas con un índice encorvado por la edad. En algunas fotos, León Trotski y su esposa están acompañados por un niño de flequillo y cara simpática que está dando el primer estirón: “El abuelo, la abuela, y servidor de ustedes”, dice Volkov. Después del asalto la vida se volvió todavía más recogida, nos cuenta. Ahora, en vez de sus excursiones por el campo en busca de cactus raros, su abuelo pasaba en el jardín casi todo el tiempo que no estaba escribiendo o dictando a las secretarias. Militantes trotskistas venidos de Estados Unidos montaban guardia en las garitas. El niño Volkov ayudaba a su abuelo a dar de comer a los conejos y a las gallinas y a limpiar las jaulas. El abuelo no quería que delante de su nieto se hablara de política. Comían todos juntos en el comedor grande como de casa de veraneo. Le pregunto a Volkov qué le gustaba comer a Trotski. Me dice que no prestaba ninguna atención a la comida.

Hay raras fotos en color, una filmación casera de un paseo por el campo, con los colores raros de entonces, de intensidades azarosas. Un cielo muy azul, pero de un azul que no existe en la naturaleza, el pelo y la perilla de Trotski muy blancos, las gafas redondas. En el hombre acosado y convencido de que habría otra tentativa contra él y que la próxima vez sí lograrían matarlo se observa una singular placidez, una media sonrisa de jubilado que dedica el tiempo libre al jardín, a los animales, a las aficiones botánicas, a los paseos con su nieto. Es un mediodía soleado de octubre y el océano de coches atrapados en atascos a todo lo largo de las autopistas de la Ciudad de México parece de golpe tan lejano como los espantos del siglo XX, uno de los cuales sucedió justamente aquí, el 20 de agosto de 1940, “el fatídico día”, dice el ingeniero Volkov. Si no hubiera venido aquí no habría llegado a saber que León Trotski tuvo un jardín y un retiro al final de su vida, un paréntesis, un breve “paraíso cerrado”, más secreto aún y de tapias más altas que el que construyó para sí el poeta Soto de Rojas en su carmen de Granada. Volkov nos dice que ha contado tantas veces la historia de aquellos días que ya no se emociona tanto como antes. Pero hay un solo recuerdo que todavía le cuesta invocar: el brillo de humedad ahora es más visible en sus ojos, entre sus párpados enrojecidos de anciano. Cuando por fin su abuelo estaba herido de muerte en el suelo, con la cabeza abierta, a los pies de Ramón Mercader, lo primero que dijo a los que venían a asistirlo fue que no permitieran que el niño pudiera verlo así. Esteban Volkov traga saliva y se queda callado, justo en el mismo lugar donde yacía su abuelo, el pelo desordenado y muy blanco en el charco de sangre.

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