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Arte

Imágenes para lavados de imagen

Rogelio López Cuenca analiza en 'Los bárbaros' la pervivencia del exotismo orientalista y el papel de los monumentos públicos del pasado colonial español

Javier Rodríguez Marcos
Una de las obras de Rogelio López Cuenca. Las inscripciones junto a la mano dicen “Dior”, “Clinique”, “Cacharel”.
Una de las obras de Rogelio López Cuenca. Las inscripciones junto a la mano dicen “Dior”, “Clinique”, “Cacharel”.

Barbarie: visita guiada a Los bárbaros, la exposición de Rogelio López Cuenca sobre viajes que tienen más que ver entre sí de lo que parece: el turismo, la inmigración, el colonialismo, el orientalismo, el racismo… En la sala Alcalá 31, López Cuenca (Málaga, 1959) habla de muchas de sus piezas como de poemas, y de los visitantes, como de lectores. De fondo, una bandera europea en la que las estrellas doradas son las de los logos de la OTAN, Mercedes o La Caixa.

Su trabajo, dice el artista, busca romper la “catalogación” habitual de los medios de comunicación, que separan las fotos de un inmigrante muerto en una playa de la de un turista al sol en una playa similar: “Como si fuera posible ignorar que el confort de nuestra sociedad se basa en parte en la sobreexplotación de otros países”. López Cuenca las coloca juntas buscando lo que él llama “rima conceptual”. El mismo efecto que busca, por ejemplo, en un vídeo lentísimo — una provocación en tiempos de bombardeo de imágenes— que superpone una fotografía de soldados estadounidenses en Irak con los fusilamientos de Goya: “El argumento de los franceses también era llevar el progreso y la libertad. Además, hay una larga tradición de ‘salvajes’ que se oponen a ser ‘liberados”. La codificación del otro como salvaje para transformarlo en enemigo es otra de las constantes en Los bárbaros.

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Bárbaro es etimológicamente el que balbucea, el que no habla bien la lengua, y López Cuenca mezcla, en distintos idiomas, versos de Cavafis y citas de Amin Maalouf con anuncios de licores, perfumes o ropa que explotan el supuesto exotismo de los países musulmanes. “Las obras de ficción”, explica López Cuenca, “son mejor fuente que los archivos: están menos purgadas por los poderes. En las canciones y la poesía se refugia la información no oficial”. ¿Todavía hoy? “Hoy, como siempre, es la publicidad comercial la que mejor retrata a la sociedad de una época. El mercado está más atento que nadie a los deseos de los compradores y convierte cualquier cosa en mercancía para satisfacer sus fantasías y su búsqueda de experiencias”. De ahí que él juegue continuamente con las expectativas del visitante: ya sea subtitulando con anuncios de pornografía telefónica varias escenas de harén sacadas del arte del siglo XIX (“un harén es algo que, por su propio carácter, nunca vio nadie; sin embargo, es lo más representado en la pintura orientalista”) o escribiendo tres palabras en caracteres árabes al lado de una mano de Fátima: “Hemos llegado a tal punto que pensamos que el árabe solo se usa para lanzar amenazas o consignas religiosas”. ¿Y qué pone en el cartel? “Dior, Cacharel, Clinique”.

Civilización. Si la primera parte de la muestra es un enorme poema visual que rastrea el modo en que la cultura contribuye a lavar la imagen del poder y a legitimar como civilización la explotación de las culturas bárbaras, la segunda analiza el papel que los monumentos públicos juegan en esa legitimación. Concretamente, los que en Madrid recuerdan el pasado colonial español en América, Guinea Ecuatorial, Filipinas o Marruecos (“el enemigo por antonomasia”). A veces basta un pedestal en plena calle para transformar en héroe (Eloy González de Cascorro con su lata de gasolina) a alguien que en otro bando llamaríamos “terrorista suicida”, o para convertir a un traficante de esclavos en un prohombre cuyos herederos ocupan, limpios ya de polvo y paja, la zona noble de la sociedad actual.

Rogelio López Cuenca, que ya ha desarrollado proyectos similares en Granada y Barcelona, apunta que los alrededores de la plaza de Colón de Madrid son todo un parque escultórico donde se blanquea colonialismo español. La memoria histórica no termina, parece, con la Guerra Civil. En Barcelona la CUP propuso el mes pasado eliminar la famosa estatua de Colón del puerto, y la de Antonio López, tratante de esclavos y primer marqués de Comillas, de la Via Laietana. ¿Qué hacer con esas y con otras similares? “No responder dentro de la misma lógica autoritaria que levantó el monumento”, argumenta López Cuenca. “No vale demolerlas y que las sucesivas élites encarguen de nuevo a un artista cortesano un monumento que las sustituya, sino convertir ese espacio simbólico, su carga de memoria, en el punto de partida de otra cosa, de un relato más abierto y dialógico, participativo e inclusivo, que incorpore las memorias silenciadas y excluidas, obligando al lugar a que hable de aquello que oculta y convertirlo en parte de un debate que es necesariamente polifónico e inconcluso, progresivo”. ¿Cómo hacerlo? “Hace un par de años, invitados por el Macba para un proyecto (Nonument) de relectura de la lógica del monumento desde una perspectiva contemporánea, Elo Vega y yo elaboramos una propuesta en torno a la estatua de Antonio López. Frente a las tentaciones iconoclastas, proponíamos transformar el uso y el significado del lugar discutiendo no solo sobre el monumento, sino sobre la pervivencia en nuestros días (mutado, actualizado, camuflado hasta lo irreconocible) de aquello que representa”.

“Un monumento es un documento, el testimonio de una deuda. Su remoción también es una maniobra de ocultación”

“Un monumento es un documento”, continúa López Cuenca citando a Vega, artista con la que ha trabajado también en Madrid, “y su remoción también implica la destrucción del testimonio de una deuda, una maniobra de ocultación”. Si se cambian los nombres de las calles franquistas, ¿por qué no hacer lo mismo con las colonialistas (Martínez Campos, Blas de Lezo)? ¿Dónde parar? “No hay que rasgarse las vestiduras. Los nombres de las calles cambian más frecuentemente de lo que nos parece. El paso del tiempo, la difusión del conocimiento acerca de determinados personajes los hace mutar de héroes a rufianes y convierte sus hazañas en fechorías, y viceversa. ¿Dónde parar? Es que no hay que parar. La construcción de las identidades responde a un proceso dialéctico, en el que el consenso no puede ser definitivo, ni puede imponerse. La actual crisis del modelo de 1978 es un ejemplo palmario. La democracia tiene que pensarse como un proceso dinámico, abierto a las discrepancias, las disidencias y la multiplicidad de lecturas de una sociedad que, además, es cada vez más plural”.

Los bárbaros. Rogelio López Cuenca. Sala Alcalá, 31. Madrid. Hasta el 6 de noviembre.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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