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OBITUARIO

Ignacio Carrión, periodista del mundo entero

Protagonizó una larga aventura profesional en todos los campos del oficio

Juan Cruz
El escritor y periodista Ignacio Carrión es fotografiado en una entrevista realizada en Valencia.
El escritor y periodista Ignacio Carrión es fotografiado en una entrevista realizada en Valencia.Jesús Císcar

Ignacio Carrión, que acaba de fallecer en Valencia a los 78 años, llegó a EL PAÍS después de haberse cruzado el mundo, haciendo un periodismo que aquí, en este periódico, se hizo aún más depurado, hasta parecerse a su figura.

Era alto, esbelto, tenía una nariz picuda, unos ojos agrandados por sus gafas de Quevedo, llevaba una corbata de pajarita como los periodistas ingleses o como las series de la televisión americana dibujaban a los caballeros de los sesenta.

Rara vez llevaba más de una cosa en la mano. Hablaba como en susurros, y de hecho ahora que lo recuerdo con tantos atributos personales oigo su voz como si no estuviera hablando. Surcaba las mesas de la Redacción, en pos de los despachos de quienes distribuían su trabajo, en Domingo, en EL PAÍS Semanal, y volvía al mundo, porque su vida de periodista tenía como escenario el mundo entero.

Llegó a EL PAÍS de una ancha, y depuradísima, biografía profesional. Estuvo en San Francisco y en Londres, con Abc; a Washington viajó con Cambio 16 y Diario 16. Y en 1990 fue cuando se subió a este tren; usaba Miguel Yuste, donde estamos, para otear el horizonte y lanzarse, como reportero, como escritor de periódicos, a los asuntos que fueron su materia vital, periodística y literaria: descubrir y describir paisajes y personajes, en realidad, paisajes humanos, despojados en general de actividad política o pública.

Era un retratista de las costumbres, de frente o de lado. Una vez me pidió que le presentara gente de la noche y le llevé a una tertulia que presidía Ángel González, el gran poeta. Apuntó, volvió a la Redacción después de aquellas copas abundantes a las que él no se asoció, y cuando vi lo que había escrito me di cuenta de que él hubiera preferido haber estado en el extranjero y no en aquella noche de españoles cantarines.

Su pasión literaria tuvo un punto álgido en 1995, cuando ganó el premio Nadal por su novela Cruzar el Danubio, donde vertió en forma de ficción el poso que había dejado en su alma el oficio de periodista. Una característica muy llamativa de esa notable novela era que Carrión decidió escribirla sin la cortesía del respiro, pues carecía por completo de comas. Él estaba naturalmente orgulloso de la hazaña de la que se ayudó para narrar su historia; así que fue grande su enfado cuando aquí alguien espolvoreó de comas su texto, en la prepublicación que se hizo de esa novela.

Era, y no solo por eso, un hombre que hizo del estilo su propia apariencia, Y tenía ese aire que tienen algunos periodistas envidiables: escribía de lo que quería, viajaba adonde era imprescindible para conjurar el aburrimiento probable de las redacciones, y regresaba como si hubiera sido imprescindible despeinarse para traer el material adecuado que le habían pedido sus jefes. Como eso no estaba al alcance de cualquiera en este oficio era legítimo envidiarlo, y de hecho lo veíamos irse y regresar como si hubiéramos querido ser Ignacio Carrión. Quisimos ser otros, como Leguineche, Manuel Vázquez Montalbán o Feliciano Fidalgo, que también vivían en los raíles del tren. Y por esa volatilidad viajera envidiamos también a Ignacio Carrión.

Había nacido en San Sebastián. Procedía de una familia valenciana, y a tierras de Levante volvió en los años de reposo del viajero. Allí, junto al Mediterráneo, siguió escribiendo; unas memorias suyas nos tuvo a algunos de nosotros como protagonistas, pero su carácter de novelista hicieron que esos recuerdos no se acompasaran con lo que nosotros mismos recordábamos. Él debió de entenderlo así, porque en algún momento de los últimos años retomó el contacto como si ese ejercicio de sus recuerdos no perjudicara la relación anterior, que fue cordial y caballerosa, presidida siempre por la envidia que teníamos de no tener, como él, el mundo como escenario de nuestro oficio.

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