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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Renovarse y vivir

'La canción de la tierra' de Mahler, interpretada por la Filarmónica de Berlín con Bernard Haitink, dejó a todos los presentes sin palabras

Luis Gago

Cuando Bernard Haitink se puso por primera vez al frente de la Filarmónica de Berlín el 12 de marzo de 1964, la mayoría de sus integrantes actuales ni siquiera habían nacido. Es el caso, por ejemplo, del violinista Luis Esnaola, recién incorporado a la orquesta alemana, o de Joaquín Riquelme, que ya atesora unos cuantos galones en la sección de violas. A sus 87 años, Haitink ha visto irse a muchos y llegar a otros tantos: no menos de dos generaciones han pasado por los atriles al tiempo que él se mantenía inalterable en el podio. Desligado de compromisos estables con ninguna orquesta y felizmente instalado en su cuarto matrimonio, puede permitirse el lujo de dirigir donde quiere, cuando quiere y lo que quiere. Es la suya, por tanto, una historia inconclusa y verlo disfrutando aún con su oficio como lo hace es lo más parecido a la celebración de una vida todavía plena, una duplicidad que encontraba perfecto reflejo en el programa con que acaba de regresar a la capital alemana.

En él figuraban, por un lado, los dos movimientos de la sinfonía de Schubert que suele conocerse como la Incompleta, aunque nada sabemos a ciencia cierta de las intenciones reales de su autor. Por otro, La canción de la tierra de Mahler, escrita bajo el impacto lacerante de la pérdida de su hija y la consciencia creciente de su propia muerte, pero con su capacidad de turbación intacta ante la magnificencia del mundo exterior. Aun sabiéndose él mismo transitorio, quizá la palabra clave de los poemas chinos que le sirvieron de inspiración, Mahler atisbó su final apurando la copa de la vida en una obra en la que la canción se hace sinfonía y la sinfonía deviene en canción. El todo, al margen de géneros, se presenta como un recorrido por diferentes facetas de la existencia hasta rozar el umbral de lo desconocido. En la primera parte se alternan exaltación y contemplación, primavera y otoño, desafuero y contención, la embriaguez del ahora y la sombra del después, la naturaleza presentada como un dechado de esplendor y la vida como un mero estadio pasajero, efímero. Concluida la dicotomía, arranca la larguísima despedida, un adiós con ecos wagnerianos de transfiguración que parece dilatarse eternamente, con ese “ewig” repetido sin cesar en los últimos compases.

De entrada, Haitink ofreció una Sinfonía Incompleta en la que nada parecía faltar, perfectamente cerrada sobre sí misma. Con admirable economía de gestos, supo hacer nacer todo el edificio de esa cavernosa célula primigenia confiada a violonchelos y contrabajos. Con la orquesta entregada y regalando lo mejor de sí misma al veteranísimo director, la obra se convirtió en un pórtico premonitorio de la despedida que nos aguardaba en la segunda parte. La sorpresa era que no cantarían un tenor y una mezzo, como es lo habitual, sino un tenor y un barítono, una posibilidad que sólo justifica una anotación aislada de Mahler en una prueba de imprenta, pero a la que nada cabe objetar si el barítono es un cantante como –ayer– Dietrich Fischer-Dieskau o –ahora– Christian Gerhaher.

Esa misma dualidad característica de la filosofía oriental que alienta en La canción de la tierra, esa complementariedad entre ying y yang, se dio también en los dos cantantes, unidos aquí, además, por un nombre común. Christian Elsner es un cantante tosco, limitado, de voz muy castigada por tantas incursiones wagnerianas e incapaz de codearse con la orquesta de tú a tú, como reclama Mahler en la partitura. Christian Gerhaher cantó, en cambio, con el mismo tono acariciante de sus recitales con piano, con la misma dicción nítida y cálida, y con el aire intimista de quien convierte el texto en fruto de la reflexión. Haitink, consciente del privilegio de contar con un cantante así, lo arropó con mimo, hasta que la voz se convirtió al final en un instrumento más en esos “ewig” cada vez más tenues que traducen la muerte entendida como la comunión o fusión definitiva con la naturaleza.

Haitink es un mahleriano de primera hora, en la mejor tradición holandesa, que no ha dejado de reinventarse hasta llegar a su estado de sabiduría actual. Logró hacer sonar a los Filarmónicos de Berlín (su verdadero nombre en alemán) como la máquina de precisión y el vendaval de fuerza, colorido y delicadeza que son. Con sus grandes solistas al completo (el flautista Emmanuel Pahud, el oboísta Albrecht Mayer, el clarinetista Andreas Ottensamer o el más reciente de sus concertinos, el sensacional Noah Bendix-Balgley), la orquesta tuvo una actuación estelar, aplaudidísima por el público, que pudo seguirse también en directo en el Digital Concert Hall, esa iniciativa pionera que permite ver y oír sus conciertos en directo, con asombrosa calidad de imagen y sonido, desde cualquier lugar del mundo en que haya una conexión a Internet. Pero vivirlo el sábado en la Philharmonie, la madre de todas las modernas salas de concierto, fue una experiencia aún más impactante. La canción de la tierra, como le sucedió a Anton Webern cuando asistió a su estreno en Múnich pocos meses después de la muerte de Mahler, dejó a todos los presentes sin palabras. Las de estas líneas han sido escritas una vez superada la conmoción.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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