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En el país de los mil colores

La Barcelona Games World fue crisol en el que el videojuego reflejó sus facetas más oscuras y luminosas

Un nutrido grupo de 'cosplayers' en la feria Barcelona Games World.
Un nutrido grupo de 'cosplayers' en la feria Barcelona Games World. BGW

Érase una vez, Barcelona. Una Barcelona reimaginada como un mosaico de píxeles, el país de mil colores en el que viven sin tocarse Mario Bros, Lara Croft o Kaitlin Greenbriar. En este país, Barcelona Games World, que visité durante el fin de semana, hay tantas regiones como en cualquier nación, entreveradas de historias, rencillas y pasiones por interactuar con mundos que no existen. Dan para admirar lo mejor y lo peor de este mundillo de miles de millones de euros, donde los sueños se pintan en gigantescas esculturas de cartón piedra que a veces opacan las tenebrosas realidades bajo la faz inmaculada del espectáculo.

Recorro planta a planta en busca de comedias y dramas. En la dedicada a la cultura retro, la que se mueve entre figuritas del Comecocos, Tetris o los Pokémon recreadas por unas cuentas llamadas jama-beads me topo, de sopetón, con uno de los grandes asuntos del videojuego. ¿Cómo preservar el legado cultural de un medio cuyas obras se parcelan en dispositivos que nacen, crecen y mueren? ¿Qué hay de los videojuegos de las consolas del pasado?

Los retro-locos ofrecen respuestas que se pueden tocar, oír y ver. Falta tal vez el olor, esa mezcla de porro, sudor y humanidad adolescente que viví, como tantos otros, en los salones recreativos. Pero esa tríada de sentidos está bien servida. Las tiendas que recrean máquinas recreativas del pasado suben y suben y suben. Pero se encuentran en una zona gris, de tonos oscuros, en cuanto a lo legal. La mayoría instalan emuladores, programas que recrean con exactitud juegos del pasado sin pagar derecho alguno de copyright.

Mantengo una conversación con uno de estos vendedores que obviamente opta por el anonimato para confesarme su preocupación. Me dice que se habla ya entre las empresas del videojuego de la jeta que les están echando estos vendedores de maquinitas, que si hay que cortarles el grifo o algo. Me dice también que él pagaría un canon, pero a saber cuanto piden, porque claro, ellos son siete empleados de parados de larga duración que curran 14 horas al día para sobrevivir. Aunque entiende que algo haya que pagar. También entiende que algo de feliz culpa tendrán él y otros como él en avivar la llama de la nostalgia que ahora Nintendo aprovecha para vender, tres décadas después, su mítica NES en versión mini. Y con conector de HDMI para adecuarse a los nuevos tiempos.

Mi primera noche la paso en una excelsa compañía, la de las madres de TodasGamers, una web que intenta reflejar otro de esos grandes asuntos: el papel de la mujer en todo esto de jugar con mundos que no existen. Me entero cómo se les ocurrió eso de "pibones jugones" que da punch a su subtítulo. De cómo vivieron el acoso de hace un par de semanas, del que aún hay (y habrá) mucho que hablar. De la vida, el frikear y muchas otras cosas. Fue una cena que dio para una historia aparte, así que más no quiero desvelar de lo dicho.

Parte de mis dos días en Barcelona se pasaron o bien de pie, o bien sentado en suelo, banqueta o bancada hablando con buenos amigos. De la industria y la academia. Colegas de profesión y satélites insospechados de este décimo arte. Conversaciones, en fin, con las que pintar una imagen más exacta de lo que se está cociendo, a veces con el ojo de la grabadora abierto, a veces, cerrado. En todos los casos, provechosas para seguir intentando captar este país mutante al que llamamos videojuego y cuyas fronteras parecen deslizarse bajo los pies cada día, configurando nuevos territorios y achicando viejos señoríos.

En mi deambular por los stands me topé, claro está, con la mercadotecnia. Con las colas de gente para probar esos 10 minutos de la superproducción de turno que, para ellos, bien valen unas horas de espera. Me aproveché también, como todos en este gremio, de las pruebas a puerta cerrada. Mi boca se abrió y se cerró varias veces de asombro con ese The last guardian que parece llamar a las puertas de la gloria diez años después de ser concebido. Una nueva obra magna se atisba al poco de jugar a lo nuevo de Fumito Ueda, ese genio que busca cautivarnos con espacios bastardos de Chirico, Escher, Alighieri y su propia genialidad nipona.

Reflexioné gracias a mi charla con Simon Benson, una de las cabezas tras el casco de PlayStation, sobre si la realidad virtual será o no será un nuevo paso en esa veda que abrió el móvil, la senda hacia una vía de interacción entre jugador y mundo que pueda ser comprendida de manera intuitiva en un pestañeo. Y con la maleta ya a cuestas (no exageremos, era una mochila) me escuché la charla sobre educación y videojuegos impartida por cuatro académicos durante la feria. Con la reflexión de fondo de este coloquio, cuánto se vende el videojuego como oro y cuánto teme que se conozcan sus sombras, embarqué en un AVE rumbo a Madrid, lejos de este país de los 1000 colores que me fascina y que no dudo en visitar allí en donde decide manifestarse. Barcelona, Colonia, Madrid, París, Los Ángeles... Porque sus fronteras, ambiciones y dislates están en cada rincón del mapamundi. Para bien y para mal.

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