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Libros

Occidente es un invento de libro

Las buenas ediciones de clásicos griegos y latinos se multiplican justo cuando desaparecen de los planes escolares. Abrieron los caminos de la ética y la estética occidentales y muchos de sus mitos siguen siendo los nuestros

Brad Pitt, en una escena de la película Troya (2004), dirigida por Wolfgang Petersen.
Brad Pitt, en una escena de la película Troya (2004), dirigida por Wolfgang Petersen.Warner Bros / Album

Al publicar Dafnis y Cloe, en 1880, Juan Valera se disculpaba en el prólogo por su audacia al traducir esa novela erótica, tan sensual y pagana. Y confesaba, para escándalo de sus frívolos amigos de la buena sociedad madrileña, que él leía a Homero. ¡Y decía que le gustaba! La Ilíada apareció en versión castellana a finales del siglo XVIII. La segunda versión, la de Hermosilla, es de 1820. (En Francia se tradujo a Longo, autor de Dafnis, a mediados del XVI y Goethe adoraba esa novela, aquí ignorada. De la Ilíada y la Odisea hubo en toda Europa numerosas versiones desde fines del XVI). Tuvo más suerte la Odisea, pues Gonzalo Pérez fue el primero en traducirla en verso a una lengua moderna. Pero desde mediados del siglo XVII a fines del XVIII casi nadie en la católica España tradujo a los griegos. Los latinos fueron mucho más conocidos, porque los clérigos y algunos doctos podían leerlos en una u otra lengua. Las versiones de época romántica recobraron, al fin, a algunos clásicos. Así, el ilustrado Ranz Romanillos tradujo hacia 1830 todas las Vidas paralelas de Plutarco. Pero aún entonces nuestro mezquino humanismo estaba muy lejos del moderno fervor europeo hacia el mundo clásico.

Con este breve apunte no quiero recordar esa oscura historia, sino destacar cómo en el último medio siglo hemos tenido un asombroso progreso en la recuperación de ese legado clásico. Con admirable empeño, en España se han traducido y editado, al fin, todos los grandes textos griegos. Y no para manejo de eruditos y académicos, sino para todos, en formatos asequibles y con amplias tiradas.

No puedo cuantificar en qué medida se leen ahora los textos traducidos, pero sí afirmo que ahora es muy fácil acceder a ellos, como nunca antes. Ahora tenemos muchas y buenas versiones —a menudo en libros de bolsillo— de la Ilíada y la Odisea, los Diálogos de Platón, Aristóteles, Heródoto, Jenofonte, Tucídides, Aristófanes, los líricos y los trágicos, y de las casi 50 Vidas plutarqueas. E incluso versiones completas y bien prologadas de los autores más especializados, como Euclides, Hipócrates, Estrabón, Polibio y Ateneo (marca un hito la Biblioteca Clásica Gredos, con más de 400 tomos, pero es larga también la serie en Alianza, Cátedra y Akal). Así que, para los grandes clásicos, el lector puede elegir entre traducciones diversas: sean de Homero, los poetas líricos, los historiadores, los filósofos o los trágicos. En el caso de la Odisea hay seis muy fieles: las de F. Baráibar, J. M. Pabón, F. Gutiérrez, L. Segalá, J. L. Calvo y C. García Gual (yo mismo). Tres en verso y tres en prosa, con ritmos bastante distintos. Cada traducción ofrece finos matices. Por ejemplo: el primer verso de la Odisea define al protagonista con el epíteto polytropos (el nombre de Odiseo aparece mucho después). En ellas lo encontramos traducido por seis distintos: “ingenioso”, “hábil”, “astuto”, “de multiforme ingenio”, “de muchos senderos”, y “de múltiples tretas”.

Cuando Juan Varela tradujo Dafnis y Cloe se disculpó por ocuparse de una novela erótica tan sensual y pagana

Escribía Borges en Las versiones homéricas (comentando varias inglesas, ninguna española): “Gracias a mi desconocimiento del griego, la Odisea es para mí una biblioteca internacional”. Destacaba cómo las versiones espejean con reflejos diversos el texto y éste se renueva con fulgores nuevos. Una buena traducción sabe actualizar el mensaje, y cada época debería renovar vivazmente sus clásicos.

La frase que define a estos como “libros o autores que todo el mundo afirma haber leído, pero que nadie lee” está ya trasnochada; pues presumir de lecturas literarias no da ya ningún prestigio social. La enseñanza de la literatura universal no figura ni en los planes escolares. Resulta irónico que perdure el prejuicio de que leer a los antiguos es entretenimiento anticuado y nada rentable. Y, sin embargo, a juzgar por las numerosas ediciones, y tantas en bolsillo, en España se leen y releen bastante. De modo que la cuestión es: ¿por qué leer y releer, a estas alturas, textos tan antiguos?

Conozco estupendas y claras apologías de esas lecturas: de Borges, Italo Calvino, George Steiner y otros; pero no voy a resumirlas. Sólo insistiré en que hay que releer a los clásicos (griegos, latinos y posteriores) ante todo por placer —intenso, intelectual y sentimental— y también porque son el mejor antídoto contra esa visión “unidimensional” que, según Marcuse, caracteriza y embrutece la mentalidad contemporánea. La agudeza crítica y la punzante frescura de los griegos, que abrieron los caminos del sentir y el pensar, la ética y la estética occidentales, perviven en sus escritos, poéticos, filosóficos, críticos, con sorprendente viveza. Los griegos apreciaban la sencillez y la claridad, y al pensar y descubrir el mundo se expresaron en palabras y conceptos de larga sombra, y mitos que nos son familiares porque los heredamos de ellos. Es fácil entender a los griegos, de cualquier época. Hay escritores difíciles, como Píndaro y Tucídides; pero los relatos de Homero y Heródoto y las figuras de sus dramas compiten en claridad con los de cualquier narrador moderno. Entre la Odisea homérica y el Ulises de ­Joyce hay un sendero enrevesado. Si bien evocan un contexto histórico lejano, sus acentos y sus temas conmueven e impactan porque aún los sentimos nuestros, es decir, por su fresco y hondo humanismo. Todo clásico, ya se ha dicho, invita a relecturas sin fin; siempre descubrimos algo nuevo. Leerlos es caminar con ellos entre mito y logos.

La definición de clásico como el libro que todos dicen haber leído pero nadie lee está trasnochada. Leer ya no da prestigio

Por lo ya dicho, sería arbitrario recomendar sólo dos o tres entre tantos temas, autores y épocas. A su propio riesgo cada lector debe escoger sus amistades en la larga galería de los escritores griegos. En apoyo de mis líneas, mencionaré tres libros seductores: De la Ilíada (Minúscula), de Rachel Bespaloff; Eros. Poética del deseo (Dioptrías), de Anne Carson, y El eterno viaje (Ariel), de Adam Nicolson, cuyo subtítulo es todo un programa: Cómo vivir con Homero.

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