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El abyecto insuperable

Una monumental edición bilingüe reúne ahora la obra completa en verso y prosa de Arthur Rimbaud

Rimbaud después de cortarse el pelo a cero, retratado por Ernest Delahave a principios de 1876
 
  
Rimbaud después de cortarse el pelo a cero, retratado por Ernest Delahave a principios de 1876  Ernest Delahave

Siglo y medio después de su fallecimiento en Marsella a causa de una gangrena, seguimos creyendo que Arthur Rimbaud existió. Una hipnosis que dura demasiado tiempo y que ha convertido a ese leproso de las letras y a ese “maestro en fantasmagorías” en una referencia ineludible de la literatura universal. No hay poeta que no se mida con el patrón-oro que fijaron sus versos y con el patrón-vértigo que fijaron sus días. Una obra y una biografía alucinadas que todavía conspiran contra los que, sintiéndose obligados a sentar a la Belleza en sus rodillas, no se atreven a estrangularla por miedo a cualquiera de los infiernos a los que conduce “el desarreglo de todos los sentidos” o, de atreverse, enseguida le piden perdón y acaban lloriqueando en sus brazos maternales. Porque al lado de Rimbaud todos seguimos siendo atildados parnasianos de corazón sensible que, en mayor o menor grado, confiamos en las apariencias del mundo y en sus inercias epistemológicas y hermenéuticas. Incluso nuestros malditos oficiales (un Allen Ginsberg, un Leopoldo María Panero, una Alda Merini) o semisecretos (un Fernando Merlo, un Néstor Per­longher) parecen, comparados con él, antes niños traviesos escondidos en el fondo de un armario (o de un archivador universitario) que niños terribles dispuestos a invocar la nada cometiendo crímenes, salvajismos, repugnancias y crueldades. Es posible, pensándolo bien, que, por encima de los mencionados arriba, haya habido algo de goliardo y de Villon en Rimbaud y algo genuino y esencial de Rimbaud en Paul Celan, que también se peleó sin cuartel con el lenguaje y con la vida y que hizo del Sena su Harar, pero poco más.

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Arthur Rimbaud, de hecho, se semeja más a algunos santos que a los poetas. Como a Sisoes, que se entregó, en el Egipto del siglo IV, a la “santa abyección” para ser despreciado por todos, o a Ikkyu, fundador del zen hilo rojo (el hilo rojo de la pasión) que, en el Japón del XIV, cometía toda clase de locuras porque, según él, era fácil entrar en el reino de los budas, pero muy difícil entrar en el mundo de los demonios. El adolescente de Charleville, de esa estirpe aunque no hubiera escuchado hablar de ellos, envenenó su cuerpo para envenenar su ser social y retorció su alma hasta exprimirle sus últimas gotas de beatería provinciana y hacerle gritar blasfemias y maldiciones. Un atleta del abismo que no se conformó con asomarse a él, sino que quiso robarle sus imágenes, sus visiones, su caída, su eco y, al final de todo, cuando se exilió de sí mismo y de su tierra marchándose a Abisinia, su silencio. Y un muerto-viviente, que es lo que define a los ascetas extremos de todas las tradiciones, que desmigaja su yo (“Yo es otro” ha quedado como una de sus frases más citadas y analizadas) como pan viejo que se lanza a las palomas.

Fue un atleta del abismo que no se conformó con asomarse a él, sino que quiso robarle sus imágenes, sus visiones, su caída

Arthur Rimbaud se lamentó en una ocasión de haber perdido por delicadeza su vida. Casi la pierde de verdad cuando Verlaine, su amante, su mantenedor y su introductor en la escena literaria parisiense, le disparó en el célebre episodio de Bruselas hiriéndole en el antebrazo. Era el “tiempo de los asesinos” y había que escribir con una pistola en la mano mientras se apuraba “un licor no tasado de la fábrica de Satán”. El hastío, la desdicha, la suciedad, la pobreza, la maldad o la idiotez, productores de indelicadezas a granel, le hicieron inasimilable en una sociedad pacata y triste que era burguesa incluso en sus revoluciones. Ni siquiera Verlaine, violento y pusilánime a partes iguales y demasiado impactado por el rayo que había roto en su cabeza, le comprendió bien. Y si él no lo consiguió, tampoco pudieron hacerlo, después de él, y por mencionar sólo a grandes escritores, Paul Claudel o André Breton, Henry Miller o Pierre Michon, Enid Starkie o Edmund White, Yves Bonnefoy o Alain Borer. Demasiado delicados todos en su acercamiento al personaje, cuyas heridas vendan antes de presentarlo al público para que no manchen ni incomoden cuando era eso precisamente, manchar e incomodar hasta la náusea, lo que pretendía Rimbaud en su cruzada contra los biempensantes y los ultraeducados. Espléndidos textos los de todos ellos y muchos más, pero por delicadeza se perdieron la vida y la poesía de Rimbaud, por respeto, por falta de valor, por pavor al contagio que pudieran haber producido en las suyas.

Las más de 1.600 páginas de esta edición otorgan un buen cuerpo a quien extenuó el suyo en tabernas y desiertos

Por eso a Rimbaud hay que conocerle en primera persona, sin intermediarios ni prejuicios. Y por eso impresiona ver tanta intensidad junta por primera vez en nuestra lengua. Más de 1.600 páginas otorgan un buen cuerpo a quien extenuó el suyo en establos, caminos, tabernas y desiertos. Sus poemas, sus cartas, sus borradores. El prólogo, la cronología, un diccionario de personas relacionadas con el autor, las notas, las fotografías, la bibliografía, los índices. Un gran trabajo, firmado por Mauro Armiño, dedicado a quien se enorgulleció, al menos en su época primera, de no haber trabajado nunca, de no querer trabajar jamás y de vivir ocioso como un sapo. Toda una obra realizada al galope para alcanzar algo, no se sabe muy bien qué, que acabó descabalgándole, un desarzonado más de los muchos que ha habido en la historia (Pascal Quignard los ha estudiado con gran sensibilidad) que, al contrario que sus antecesores, desistió a tiempo de fundar una religión definitiva, una secta mágica o una poética obligatoria. Lo que sí dejó, este inexistente vocacional (la inexistencia fue la única vocación a la que fue siempre fiel, el único amor que nunca le provocó desasosiegos, la madre no severa que le acompañó sin censurarle en las buenas y en las malas rachas, el padre que no se ausentó un día para siempre), fue una vara de medir poemas y poetas que lleva más de 150 años sin quebrarse por más estacazos que haya descargado en el lomo de muchos aspirantes.

Obra completa bilingüe. Arthur Rimbaud. Edición de Mauro Armiño. Atalanta. Girona, 2016. CVI + 1.513 páginas. 59 euros.

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