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INFINITO PARTICULAR
Columna
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El artesano piemontés

Conciertos de Paolo Conte se publican en una caja con seis discos y un DVD

Paolo Conte durante una presentación en los Jardins de Pedralbes de Barcelona en junio 2016.
Paolo Conte durante una presentación en los Jardins de Pedralbes de Barcelona en junio 2016.

Conviene volver siempre a Paolo Conte. Aunque no esté de moda: nunca lo estará. Volver a títulos suyos como Dancing, Sotto le stelle del jazz, Gli impermeabili, Sparring partner, Gelato al limon o ese Via con me usado para el anuncio de un conocido perfume, en una película de Hollywood y como sintonía radiofónica. Más que crónicas, son instantáneas, impresiones de este grande de la canción.

En 1968 Paolo Conte se ganaba la vida como abogado, por tradición familiar, cuando Adriano Celentano grabó su Azzurro. El éxito inesperado de la canción dio a conocer su nombre. Y le grabaron artistas como Patty Pravo. Conte escribía para los demás porque no se sentía cantante: no publicó su primer disco hasta casi cumplidos los cuarenta.

Nació en Asti, en el Piemonte, el día 6 de enero de 1937. Creció escuchando un jazz que llama arcaico, el del swing de las grandes orquestas, que el régimen fascista había prohibido en Italia cuando él era niño. El primer disco que oyó, comprado por su padre en el mercado negro, fue un 78 rpm del pianista Fats Waller. Además, en casa, su madre tocaba partituras de Duke Ellington al piano. Para un italiano de aquella generación el jazz era la música de la libertad. A principios de los cincuenta, llegó a formar una banda con su hermano menor Giorgio –también abogado- y unos cuantos amigos locos por el jazz: él tocaba el vibráfono.

En sus conciertos se parapeta tras el piano y deja escapar su voz ronca. El recurso periodístico fácil ha sido siempre compararle con Tom Waits. Mejor quizá imaginarse a Randy Newman en la banda sonora de alguna película de Rossellini o De Sica. Juega con onomatopeyas (“chips chips, dadidudidu, chi bum chi bum bum…”), introduce en sus canciones palabras de otros idiomas y, de vez en cuando, recurre al kazoo, el mirlitón, por el que dijo, socarrón, que le gustaría ser recordado en su epitafio: “Aquí yace el mejor músico de kazoo del mundo”.

Se considera un alma antigua. Lo cierto es que parece vivir en otro tiempo: el de los años veinte del siglo pasado en ciudades como París, Nueva Orleans, Nápoles o Buenos Aires. Jazz, tango y chanson. Busca su identidad en aquella década de máximo esplendor para las vanguardias artísticas. Y en las viejas salas de baile provincianas, que recibían con fervor los ritmos llegados de los trópicos. Con Razmataz (2000) cumplió su sueño de escribir una comedia musical: contó el encuentro, en el París de entreguerras, de la joven música negra de Estados Unidos con una vieja Europa fascinada entonces por la negritud y el exotismo. Él mismo se encargó de dibujar las ilustraciones del libreto.

Canta al europeo común, al hombre perdido y herido de melancolía. En realidad está hablando de sí mismo. En todos estos años no ha cambiado de lenguaje. Si acaso varía las orquestaciones de sus clásicos o añade instrumentos en las nuevas canciones. Lo confesó en una entrevista para Babelia: “Soy un hombre del siglo XX y sigo el sentido de lo moderno, no lo actual”.

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