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“México se marchita entre porfiados crímenes nunca castigados”

El discurso íntegro del director del Festival Cervantino, Jorge Volpi, en la inauguración de la 44ª edición

Jorge Volpi

Ilustrísimo señor don Miguel de Cervantes y Saavedra, Príncipe de los Ingenios,

No cabe en nos la dicha de encontrar hoy aquí a su Merced, en los lustrosos sillares del noble Teatro Juárez, rodeado de tantos y tan distinguidos admiradores —no he de mencionar a los dos o tres pícaros que jamás lo han leído ni lo leerán y sólo se solazan en los palcos con la torva esperanza de deslizarse en el ágape posterior a estos prolongados discursos—, cuando nos disponemos a rememorar, que no a festejar, el cuarto centenario de su partida de este mundo. Permítame decirle, con el donaire que amerita el caso, que se le aprecia tan rozagante como en vida, si no es que más, el cutis de recién nacido, la barba fielmente recortada, el porte altivo, los cabellos apenas entrecanos y esa gola que le sienta mejor que en la miríada de retratos y estatuas que engalanan esta dichosa villa de Guanajuato erigida, hoy más que nunca, no en Capital Cervantina de América si no en Cervantina Capital del Orbe todo.

Imposible resumir a su Merced cuanto ha acontecido en estas tierras a lo largo de las cuatro malhadadas centurias que han corrido desde sus exequias: baste decirle que, del infausto momento en que su Merced solicitó la venia del Consejo de Indias para trasladarse a las ignotas tierras del Soconusco, permiso que Su Majestad tuvo a bien negarle, la América mexicana se separó de la Corona, se desgajó en inútiles e interminables reyertas fratricidas, perdió más de la mitad de su vasto territorio, fue invadida por un príncipe extranjero y mal gobernada por una larga caterva de tiranos nacionales, hasta llegar a estos aciagos tiempos en que allá afuera, lejos de los fastos que nos convocan, el país aún pena y se marchita entre porfiados crímenes nunca castigados, incontables asaltos a la hacienda pública y la sensación de que hemos desaprovechado todas las oportunidades y riquezas que nos brindó Fortuna. Pensará su Merced, don Miguel, que describo un siglo aterrador y ciego como el suyo, dominado por la insensatez y la bajeza, y no errará en sus mientes. Nos circunda una realidad tan desasosegante y llorosa que nos haría falta un caballero andante empeñado en enderezarla.

No fue otra la solución que halló el hidalgo avellanado y enteco al que su Merced dio vida y hoy también nos acompaña aquí, en la alta gallería de este noble Teatro Juárez, al lado de ese mentecato que se negó a amarrar en los postes del Jardín de la Unión al borrico que lo traía a cuestas a través de las insignes callejuelas y plazas de nuestra villa. Frente a la espantosa realidad que le carcomía las entrañas, tan espantosa, insisto, como la que nos rodea en el mundo agora, vuestro Alonso Quijano opuso la imaginación, una imaginación delirante y turbia, si se quiere, violenta e indignada, capaz de imponerse a gigantes y enemigos pese a las horribles torturas y manteos que hubo de sufrir en el camino. Acaso su Merced jamás soñó con un don Quijote utópico e idealista, corrupción de su imagen perpetrada por los románticos, como solía argumentar a nuestro llorado Ignacio Padilla, uno de sus más fieles escuderos y a quien, con su venia, rendiremos homenaje en estos lares, pero sí un Quijote que antes moriría que arredrarse ante las injusticias que, hoy como entonces, campean en nuestro derredor, aquí, allá y acullá.

Don Miguel, sin juramento me podrá creer que quisiera que este homenaje a su Merced fuera el más hermoso, el más gallardo y el más discreto que pudiera imaginarse. Para acometerlo, hemos contado con la complicidad del Reyno de España, por el cual su Merced tantas veces luchó y padeció —y perdió el uso de la mano siniestra—, y del virtuoso estado de Xalisco, y con los esfuerzos y denuedos de más de tres mil artistas, poetas, letrados y saltimbanquis venidos de los más lejanos confines de la Tierra a festejarlo. Todos ellos unidos en el común derrotero de mostrarle a los habitantes de estos lares, y del ancho universo, que su Merced vive y nos habla no solo de las imperfecciones y grandezas del alma humana, sino de las cuitas, los sobresaltos y los vaivenes de este infortunado tiempo nuestro.

Entreveo el placer que la causará a su Merced imaginar a Lope retorciéndose en su tumba augusta mientras en Guanajuato montamos su Numancia, sus ocho entremeses y sus ocho comedias a mayor gloria de su escamoteada condición de dramaturgo y que, siguiendo las enseñanzas depositadas en su alto Libro —la ironía que su Merced convirtió en arma de combate—, agregaremos a ellos cientos de versiones, diversiones, transposiciones, arreglos, desarreglos, traiciones y malversaciones de Quijote y Sancho, de Cardenio y Dulcinea, del Licenciado Vidriera y de Marcela, de Sansón Carrasco y el Caballero de los Espejos, en este ilustre Teatro Juárez y en cada plaza, calle, calleja, escalinata, taberna y mesón de Guanajuato, obra de perversos Avellanedas contemporáneos que su Merced luego habrá de corregir y enmendar a vuestro gusto.

No me queda sino encomiar las labores de cuantos han hecho posible este festejo: los miles de trabajadores y voluntarios que nos alientan, listos a desfacer los muchos entuertos que cada día se presentan en este anchuroso Festival, y antes que nadie a los pacientes pobladores de esta insigne villa de Guanajuato, que tanto han amado a su Merced y a sus criaturas, y que tan bien lo custodian.

Que Fortuna nos conceda, pues, veintidós felices jornadas de fastos cervantinos. Vale.

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