_
_
_
_
_
PURO TEATRO

El largo adiós

Héctor Alterio sirve uno de sus más grandes trabajos, a las órdenes de José Carlos Plaza, en 'El padre', de Zeller. La obra muestra los estragos del alzhéimer

Marcos Ordóñez
Héctor Alterio y María González, en 'El padre'.
Héctor Alterio y María González, en 'El padre'.Miguel Ángel de Arriba

El alzheimer es una de las más atroces formas del infierno. Un amigo hoy perdido en la bruma le llamaba “el largo adiós”, como la novela de Chandler. “Lo peor”, me contó al principio, “es la conciencia de lo que te está pasando. Cuando oyes que alguien dice cosas extrañas e insensatas y caes en la cuenta de que eres tú. Cuando de repente no sabes dónde estás. Te aseguro que da un miedo terrible. Vives instalado en el miedo. Abrázame. La próxima vez que nos veamos no sé si te reconoceré”.

El padre, de Florian Zeller, recién estrenada en el Romea barcelonés, muestra el alzheimer desde el punto de vista de quien lo sufre. Esa es la clave de la función; su novedad, sencilla y poderosa, teatralísima. Todo el proceso está tan bien plasmado que el espectador puede sentir vicariamente la misma confusión que experimenta Andrés, el protagonista, ante escenas que se repiten, identidades que se duplican o se desintegran. Y, como él, cuestionarse la verdad de lo que está viendo.

En París la estrenó Robert Hirsch; en Londres, Kenneth Cranham; en Broadway, Frank Langella. En Barcelona, Héctor Alterio. Grandes árboles.

Alterio tiene 86 años y, como suele decirse, lleva la obra sobre sus hombros. Siempre emociona ver a un intérprete mayor en escena. Es un regalo y una gran enseñanza verle desplegar su arte y luchar cada noche contra el peso de los años. Verle en su ley, mandando en su reino. Junto con Largo viaje del dia hacia la noche, de O’Neill, que dirigió John Strasberg, diría que El padre, a las órdenes de José Carlos Plaza, es lo más completo y lo más intenso que ha hecho en nuestros escenarios.

Andrés, un hombre autoritario (“todo un carácter”, dice su hija), un jefe, un patriarca, comienza a perder pie. Algo comienza a ir espantosamente mal. Alguien muy cruel parece estar jugando con él, tendiéndole continuas trampas. Todo muta a su alrededor, los rostros, los espacios. Como si estuviera preso en una obra de Ionesco o de Pinter. Nada está fijo, salvo la circularidad de su demencia, las repeticiones, las obsesiones. ¿Quién le roba una y otra vez su reloj, su ancla? Hace falta un actor como Alterio para mostrarnos la ira y el encanto del personaje. Coquetea con Laura (Zaira Montes), la muchacha que viene a cuidarle, que le recuerda a una hija perdida, y medio minuto más tarde puede lanzar como un zarpazo la frase más brutal, más inclemente. Andrés está entrando en una nueva realidad todavía con fisuras, pero que acabará siendo su realidad. Por primera vez, Andrés depende de los otros. Y les hace la vida imposible. Vemos lo que Andrés ve, pero también cómo les cuesta a Ana (Ana Labordeta), su hija, y Pedro (Luis Rallo), su yerno, sobrellevar la situación. Está la tragedia del padre, pero Zeller retrata también el drama de la hija, que aunque le quiere, necesita respirar, escapar de esa vida invivible. Hay un momento en el que cambia el punto de vista y Ana cuenta un sueño transparente, inequívoco.

El actor no busca la simpatía del espectador ni sentimentaliza al personaje. No le hace falta. Le basta la mirada para partirte el alma

Alterio no busca la simpatía del espectador ni sentimentaliza al personaje. No le hace falta. Le basta una mirada, un movimiento, un cambio de tono, o la manera de colocar sin énfasis una frase (“Es como si estuviera perdiendo todas las hojas”) para partirte el alma. Siempre quise ver a Alterio haciendo El rey Lear, y en ciertos momentos aquí está muy cerca.

Me parece muy ajustada la dirección de José Carlos Plaza, salvo por algunos subrayados. Francisco Leal firma una escenografía y una iluminación impecables, pero no creo que haga falta una luz tan tenebrosa para la corta escena del monólogo de Ana. A mi gusto se pasa un poco la música, tan a lo Bernard Herrmann, de Mariano Díaz: ya queda claro que es una historia angustiosa. El reparto, que completa Miguel Hermoso en un breve e inquietante rol, está muy bien. Quizás, aunque el personaje lo pida, convendría frenar algo las zalamerías de Laura. También Zaira Montes tiene encanto sobrado, no requiere añadidos.

No se me va de la cabeza la última escena de Andrés, con la enfermera que interpreta María González. La escena del anhelo de la madre, del retorno a la madre. Dudo que quede un ojo seco en toda la sala. Ahí se condensa el gran arte de Alterio. Esa mirada desolada, conmovedora. No se puede fingir o “imitar” una mirada así, ni ese golpe de llanto. Hacen falta muchos años, mucha humanidad, mucha experiencia para servir esa escena a la temperatura exacta. Me vuelve aquella última frase de los diarios de González Ruano: “El terror es blanco. La soledad es blanca”. Justo después del recuerdo resuena la frase de la enfermera, como una puerta al jardín: “Salgamos. Este tiempo tan precioso no dura mucho”.

Foto: Miguel Ángel de Arriba
Foto: Miguel Ángel de Arriba

La semana pasada también vi Othelo (termina mal), de un tal Shakespeare reinventado por Gabriel Chamé, que ha vuelto a la Villarroel barcelonesa con cambios en el reparto. No hay que perdérsela: una perla. ¡Qué digo una perla! Un collar entero y con muchas vueltas. Energía desbordante que no decae ni un momento a lo largo de hora y cuarenta. Un torrente de gags (verbales, físicos y metafísicos) a la velocidad del rayo. Una lección magistral de algo que nunca pensé que pudiera lograrse: levantar una farsa dislocada y, poco a poco, ir virando hacia la tragedia. Y muy fiel al texto, pese a todos los desvíos y dislocaciones. Matías Bassi, que tiene la mirada y la tensión de Alfonso Lara, es Otelo. Gabriel Beck es un Yago con la ferocidad y la malicia de Urdapilleta en el lejano show televisivo de Gasalla. Elvira Gómez es una formidable payasa a la que todavía le falta un poco para dar el voltaje conmovedor de Desdémona, pero borda a Bianca y a Brabantio. Martín Gómez me robó el corazón: una Emilia con acento de la Córdoba argentina que hace pensar en Alfredo Arias cruzado con Nini Marshall. Y Rodrigo y Casio: la escena en la que interpreta el duelo entre ambos no la liga ni Schrödinger.

En Madrid he visto Incendios, de Wadji Mouawad, dirigido por Mario Gas, en la Abadía. Para decirlo en tres palabras y a la manera de Mina: Grande, grande, grande. Vuelen a verla. El próximo sábado se lo cuento.

El padre, de Florian Zeller. Teatro Romea (Barcelona). Dirigida por José Carlos Plaza. Intérpretes: Héctor Alterio, Ana Labordeta, Luis Rallo, Miguel Hermoso, Zaira Montes, María González. Othelo( termina mal), sobre la obra de Shakespeare. La Villarroel (Barcelona). Versión y dirección de Gabriel Chamé. Intérpretes: Matías Bassi, Elvira Gómez, Gabriel Beck, Martín López. Ambas hasta el 16 de octubre.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_