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Un corazón para el Teatro Real

El tenor Giuseppe Anselmi donó la víscera para que fuera expuesta en Madrid, pero se encuentra en el Museo de Almagro después de insólitos avatares

Haciendo memoria del Teatro Real en el contexto de sus 200 años de historia -la primera piedra se colocó en 1818, la última... en 1850- he recuperado un programa de mano que refiere la última actuación de Giuseppe Anselmi en el coliseo madrileño, entonces como artífice de Payasos de Leoncavallo (1918).

Era Anselmi un cantante extraordinario, versátil, carismático. Y un mito sexual que concitaba el acecho de las admiradoras. Se le amontonaban en el camerino. Le entregaban sus cabellos, sus ligas y sus tarjetas. Y llegaron a organizar alguna que otra rebelión cuando el tenor siciliano comparecía en el escenario vestido de cualquier atuendo que disimulara sus piernas.

Hay un libro de Matilde Muñoz publicado en 1946 que elogia su belleza ultraterrena. Y que evoca la epidemia de amores imposibles entre las damas de la alta sociedad, con más razón cuando Anselmi las eludía en beneficio de la holganza en las fiestas populares de Madrid. Se desquitaba el tenorísimo en los merenderos del barrio de la Bombilla, bebiendo vino con modistillas y criadas en sus días de libranza. Y reconciliándose con sus orígenes de paisano, natal como era de un pueblo deprimido de Sicilia, Nicolosi, donde siempre retumbaron a semejanza de una profecía telúrica los siniestros tambores del Etna.

Por eso nunca parecía sentirse cómodo cuando lo vestían de Des Grieux, del Duque de Mantua o de cualquier otra figura aristocrática. Sentía como propia , a cambio, la sangre de Turiddu y se indentificaba con la desgracia verista, premonitoria de su propia decadencia.

Le descoyuntó la Primera Guerra mundial y murió de neumonía en 1929, degradado a un recuerdo marginal, remoto, entre las mismas damas que lo habían idolatrado como si fuera el cantante un manantial de testosterona.

Quedó agradecido Anselmi a España. No tanto cuando se despidió en una triste gira de conciertos, “con los ojos tristes y la cabeza rapada por la higiene sin entrañas de las trincheras” , escribe Matilde Muñoz, sino cuando dispuso en su testamento entregar el corazón a España. En sentido literal, como lo prueba que la víscera estuviera expuesta en el Teatro Real después de haberse sobrepasado algunos obstáculos administrativos.

Empezando por los que opusieron las autoridades fronterizas españolas. Y no sólo ellas, pues el traslado del corazón de Anselmi al coliseo madrileño requirió un año de transición en el Museo de Antropología, más o menos como si predominara el interés científico de la víscera sobre la categoría del donante. Que no tuvo un descanso eterno hasta 1989.

Fue el año en que la reliquia se instaló en el Museo Nacional de Almagro. No podía alojarse en el Real porque el teatro estaba en obras. Y porque había sido expuesto a un trato vejatorio. El impacto de la Guerra Civil en el propio coliseo confundió el tesoro con los escombros. Y fue hallado milagrosamente entre los excrementos de un sumidero, aunque protegido en una hornacina que identificaba la identidad del cantante.

Quizá sea el momento de hacerlo regresar a Madrid. No es que uno pretenda atribuirse la reclamación de la iniciativa ni la organización de una campaña beligerante, sino evocar el pasaje del testamento que precisa la voluntad imperativa de Giuseppe Anselmi. Más aún después de haber proporcionado tantas noches de gloria y tantos desmayos.

"Ordeno que mi cuerpo (muerto) sea incinerado. Antes de la cremacion será extirpado de mi pecho mi corazón y llevado al Teatro Real de Madrid para que se conserve (tal y como he prometido) en una urna al lado del busto del gran tenor Julián Gayarre".

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