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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

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Santiago Beruete pone de relieve en 'Jardinosofía' con sabia erudición cómo la filosofía se ha desarrollado en medio de jardines

Jardines del palacio de la Granja, en Segovia.
Jardines del palacio de la Granja, en Segovia.

“La pasión por construir jardines”, escribe Santiago Beruete en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Turner), “se alimenta tanto del afán de evadirse de la realidad como del anhelo de retornar a la naturaleza”. Tiene razón, porque, en esta antiquísima práctica artística, el hombre no puede evitar tampoco estampar el ambivalente sello de su condición mortal: el deseo de apropiarse de todo, sin finalmente poder quedarse con nada. Cualquier arte surgió y se alimenta de esta paradoja donde se debate la grandeza y la fragilidad de nuestros sueños, aunque su vivencia se hace más dramáticamente intensa cuando se lleva a cabo en un escenario natural, mucho menos controlable. En este sentido, la desmesura del proyecto de la jardinería lo convierte, en efecto, en el arte más poético y filosófico. Etimológicamente, el término jardín significa “cerramiento”, “cerca”, “acotamiento”, “encierro”, se entiende que de una parte de la naturaleza: de lo que hay o creemos, nosotros mismos nativos, ver en ella de revelador.

Recuerdo ahora la patética historia relatada al respecto por el atribulado escritor Alexander, protagonista del impresionante filme titulado Sacrificio (1986), la última película dirigida por el cineasta ruso Andrei Tarkovski (1932-1986). Informado de la próxima muerte de su madre, que desde siempre había cultivado con esmero el jardín de su casa, ahora cada vez más descuidado tras caer enferma, Alexander quiso desahogar su pena arreglándolo con pasión frenética para que ella lo viese en condiciones antes de fallecer: “Trabajé denodadamente durante dos semanas con la nariz pegada a la tierra, y, al terminar la labor de limpieza y sentarme en la mecedora donde mi madre contemplaba habitualmente su jardín, comprobé, horrorizado, que había destrozado todo su encanto y que ahora era algo desnaturalizado, lleno de huellas de violencia”.

Asimismo me viene a la memoria el también fallido intento de restauración del jardín de Nakamura, perteneciente a una vieja estirpe de una nobleza japonesa venida a menos, uno de cuyos últimos miembros muere al intentar salvar algo del decaído jardín, luego convertido en una estación de ferrocarril. Esta triste historia la relata el escritor Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), aunque endulza su sabor amargo con el consuelo de que es propio de lo efímero al renacer, quizás porque la savia del jardín habita en el corazón y florece en cualquier parte.

En relación con los árboles, que forman una parte sustancial de cualquier jardín, parque o paisaje, el escritor polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945), en su libro titulado En la belleza ajena, hace un par de citas de dos escritores alemanes del XIX aparentemente contradictorias entre sí. La primera, del dramaturgo Hebel: “Si el árbol se echa a perder, aunque sea en el peor de los suelos, es porque no clava sus raíces lo bastante hondo. Toda la tierra es suya”. La segunda, del poeta Hölderlin: “Mas el árbol y el niño buscan lo que está por encima de ellos”. ¿Será entonces esa perspectiva vertical que une las profundidades con el cielo la que mejor define el destino del jardín y del hombre mismo? El poeta Paul Valéry, en su Diálogo con el árbol (1946), pone a conversar al filósofo Lucrecio y al mítico pastor bucólico Títiro para hacer concordar el arte y el pensamiento en ese embriagador puro jardín de palabras…

No se trata solo, por tanto, de cómo la filosofía se ha desarrollado en medio de jardines, como con sabia y refinada erudición lo pone de relieve Santiago Beruete en su gratificante libro, sino de cómo ponemos a prueba nuestra menesterosa naturaleza a través del cuidado de la naturaleza exterior de la que formamos parte inseparable y, mediante ese espejo, construimos ese jardín interior en el que los demás florecen.

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