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La emoción contenida de Savage

El escritor norteamericano arma un relato sobre el amor a través de la voz de Nivenson, un pintor fracasado que reflexiona sobre su carrera de coleccionista, crítico y mecenas

El escritor Sam Savage.
El escritor Sam Savage.Nancy Marshall

Sam Savage publicó su primera novela, Firmin, a los 65 años. Una década después aparece esta versión española de su quinta narración, El camino del perro. En sus seis novelas publicadas, el autor norteamericano recurre con ligeras variantes a la técnica del monólogo interior, mediante el cual el narrador da rienda suelta a la necesidad de contar o “contarse” su historia y airear sus obsesiones. La última, It Will End With Us (2015), se articula en torno a la voz de Eve, que revisa su infancia en Carolina del Sur, donde nació Savage en 1940. Otro rasgo de su narrativa es que sus libros siempre evocan otros libros; Firmin, la biblioteca de un roedor, fue el comienzo. En el caso de El camino del perro encontramos ecos del postrero Bernhard de Maestros antiguos, no sólo porque el personaje principal, además del achacoso narrador Nivenson, es un pintor alemán llamado Meininger, sino también por el uso de la cursiva y algunas muletillas quisquillosas que caracterizaban al escritor austriaco. Pero la vena narrativa de Savage viene de su propia tradición, sobre todo de Salinger.

Esta novela se arma con el relato crepuscular de Nivenson, un “artista menor oculto”, tal como se define él mismo, al que seguimos en su “sucesión de desastrosos zigzagueos”. Vive en una casa ruinosa que fue un glorioso refugio de mecenas, visitado y luego cuidado por Moll, que fue su mujer, y un hijo, Alfie, al que no tiene mucha estima. Habiendo fracasado como pintor, invirtió su pequeña fortuna en coleccionar pintura y adoptar genios, para finalmente establecerse como crítico de arte especialista en Balthus. Con el tiempo, fue llenando miles de fichas con anotaciones de carácter estético o literario o sólo cotidiano. Su casa es un museo de obras que odia y que además le recuerdan a Meininger, quien abusó de él como abusó de todos y luego le traicionó. El amor-odio hacia el alemán que alojó en su casa durante dos años salpica la novela sin llegar a ningún clímax o revelación que sirva para que lo “veamos” de verdad. Igual sucede con los personajes secundarios, sea Moll, Alfie o Roy, el perro que en la primera parte tiene cierto protagonismo metafórico y luego desaparece.

Así, la novela se cimenta con la voz ventricular de Nivenson y su “percepción”, sea de los recuerdos o de la realidad de sus vecinos, a los que espía desde las ventanas por puro aburrimiento. Es una voz que se fustiga a sí misma con cierta elegancia y destellos de sentido del humor. Pero que se mantiene siempre distante gracias a la fragmentación del texto. En esto es todo lo contrario que Bernhard: nos mantiene fuera en lugar de involucrarnos por medio del “legato” musical de la prosa. De niño, el narrador era aficionado a los puzles y sigue sintiendo su “profundo atractivo metafísico”, pues a medida que encajamos sus piezas, dice, “descubrimos el todo que ya estaba allí antes”. El inconveniente de una obra de este tipo es que el exceso de piezas sobre una mesa pequeña hace que “el todo” se nos escape, que apenas veamos con cierta nitidez la estampa que se reconstruye, la imagen que el lector se ha de formar leyéndola. El suicidio sobrevuela el puzle: la ironía a veces fúnebre (“esa flagelación activa”), la pistola bajo la cama, las suertes tanto de Meininger como de Berryman, el poeta cuya cita encabeza el libro, el cansancio de la vejez. Tal vez el mayor acierto de esta novela tan contenida en lo emocional es la “ausencia” de voz de Moll, la cual paradójicamente acaba dando sentido a la novela y que al final propicia la aparición in extremis de la pieza perdida del puzle, el amor.

El camino del perro. Sam Savage. Traducción de Ramón Buenaventura. Seix Barral. Barcelona, 2016. 150 páginas. 16,50 euros

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