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Mathias Enard: “Lo más presente es la muerte y se nos escapa”

El último premio Goncourt explora en 'Brújula' los vínculos entre la creación artística de Oriente y Occidente

Mathias Enard, fotografiado en 2014.
Mathias Enard, fotografiado en 2014.Daniel Mordzinski

En un pueblito de 300 habitantes en el oeste de Francia, se encierra un mes al año Mathias Enard (Niort, 1972) a escribir. En la antigua casa del cura, pegada a la iglesia, pasa también las vacaciones con su familia el último premio Goncourt; un escritor que antes fue académico y que atesora conocimientos que podrían llenar bibliotecas. La suya en su casa solariega es, por cierto, descomunal. La erudición no impide a Enard pisar tierra. Es simpático y cercano, le interesa la política y disfruta con la cocina. Durante una década se pateó Oriente Próximo y ahora vive en Barcelona, donde abrió Karakala, un restaurante libanés, con un amigo.

Brújula (Random House Mondadori) es la novela que le ha valido el premio gordo de la literatura francesa y que se publica ahora en España. El esqueleto narrativo es una historia de amor entre dos arabistas, pero es sobre todo una dilatada y erudita exploración de los vasos comunicantes que unen la creación artística entre Oriente y Occidente. Hay ficción, ensayo, poesía y hasta textos académicos en esta obra enciclopédica, que sin embargo fluye ligera, al compás de los viajes que llevan a la pareja a Teherán, a Estambul, a Alepo, ciudades que también cautivan a Enard.

En Francia, el premio ha terminado de encumbrar a este escritor que hace tiempo que traducen a una veintena de idiomas y que ha publicado ya siete novelas. Ahora vende cientos de miles de ejemplares y le paran en los supermercados, le cogen de la mano y le dicen: “Qué bien que estés aquí”, cuenta divertido en la cocina de la casa del cura, donde ofrece café y conversación a este diario una mañana de agosto sofocante.

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PREGUNTA. Todo empezó con su abuelo.

RESPUESTA. Sí. Él escribía ensayos, fue especialista en historia de la escritura. Era una persona muy culta y desde muy pequeño me llevaba a las librerías en Bayona. Con 10 o 12 años ya era un apasionado de la literatura. Siempre he leído muchísimo.

P. Brújula es un libro de viajes, como su vida. Usted no ha parado.

R. Pero a mí no me gusta viajar. A mí lo que me gusta es irme a vivir a los sitios, aprender el idioma, ver cómo vive la gente, aprender cocina… Ahora he pasado dos años en Berlín.

P. Franz Ritter, el protagonista de Brújula, vive en Viena, la ciudad que usted convierte en puerta de Oriente.

R. Sí, es el Limes, el lugar adonde llegaba el imperio otomano, es un lugar de intercambio y de enorme importancia para la música: Mozart, Beethoven, ­Mahler, Schubert… Es el cruce que me interesaba explorar, el de Oriente y Occidente, el de la música. Viena es el centro de todo esto.

P. ¿Cómo explica el magnetismo que ha ejercido Oriente para los creadores occidentales?

“Cada vez hay más información y albergamos más miedos xenófobos. El miedo al otro nunca había sido tan fuerte”

R. Es a principios del siglo XIX cuando se despierta la pasión por Oriente. La guerra de independencia de Grecia y la expedición de Egipto fueron cruciales. Había muchos artistas entre la tropa y las imágenes que iban saliendo de allí fascinaron a toda Europa. Lo faraónico se puso de moda. Luego vino la guerra por la independencia de Grecia. Lord Byron murió allí y Delacroix pintó la batalla. El XIX es además un siglo de revoluciones, también en el arte y lo oriental, lo de fuera se utiliza para renovar lo de dentro. Algunos como Victor Hugo, que escribió Les Orientales, se inspiran en lo que va llegando, ni siquiera viajan hasta allí. A lo largo del XIX se va fabricando una imagen global de Oriente. También en la filosofía y en la música. Lo iraní, lo árabe; quieren renovar el arte en Europa. La inauguración del canal de Suez fue el estallido; fueron todos. A los que se quedan en Madrid y en París les ciega lo que llega de allí; el sueño oriental de la época que refleja Ingres en sus cuadros.

P. Eso era antes. Ahora conocemos mucho mejor Oriente, pero se acumulan las tensiones.

R. Ahora la comunicación es total. No es solo que la gente viaje más, es que en cualquier pueblo de Francia o de Tarragona hay mezquitas y grandes comunidades musulmanas. El contacto es continuo. El problema es que nos centramos en lo que nos separa, en la violencia, y nos alejamos de lo real, de la cotidianidad del mundo cosmopolita en el que vivimos. Es una contradicción terrible. Cada vez hay más información y cada vez albergamos más miedos xenófobos. El miedo al otro nunca había sido tan fuerte. Además, hay una cierta vuelta al pasado incluso en el lenguaje. Los yihadistas hablan en términos medievales, de los cruzados, el califato… En Europa, mientras, se habla de invasión.

P. ¿Las trincheras identitarias son ahora más profundas?

R. Es algo muy raro. Pensábamos que la globalización iba a proporcionarnos una forma de mirar cosmopolita, pero ha sido al contrario. Vemos cómo se cierra alrededor de identidades nacionales muy fuertes, excluyendo al otro. Eso en Europa es tristemente real. Por eso de alguna forma escribí el libro. Los vínculos son muy estrechos y solo pueden ser más fuertes que las identidades, que tienen que ver más con la ideología y con la política. Y está también la violencia que hace que haya un miedo muy fuerte. Los políticos utilizan ese miedo para su propio fin.

P. En Córcega se lían a puñetazos por un bañador.

R. Hace 20 años hubiera sido impensable, el burkini hubiera despertado curiosidad, nada más. Está relacionado con la visión que tenemos del islam como algo violento, casi criminal. En los medios lo que sale es la visión más violenta, solo una pequeña parte del islam. Eso es lo que pretendía Bin Laden, que los eu­ropeos cristianos radicalicen a los musulmanes de a pie, fomentando la separación de las sociedades occidentales.

P. Habla también de la nacionalidad de los cadáveres. Usted les dedica su novela a los sirios. ¿Somos incapaces de desarrollar empatía más allá de nuestras fronteras nacionales?

R. Son tiempos de información continua. Las imágenes que llegan de Alepo aparecen con un banner por debajo en el que se informa que mañana hará sol, que se ha casado fulanito y del resultado del partido de tenis. Todo está al mismo nivel, y eso no ayuda a desarrollar la empatía.

P. Volvamos a su novela. Franz, el protagonista, es un intelectual que se enamora de los conocimientos desmedidos de su idolatrada. ¿Cuánto pesa el cerebro en el amor?

R. Se conocen en un congreso y él se enamora instantáneamente. Le fascina todo lo que sabe ella, lo que ha viajado. El cerebro es una parte importante del amor, pero no lo es todo.

“Pensábamos que la globalización iba a proporcionarnos una forma de mirar cosmopolita, pero ha sido al contrario”

P. Es también una historia de la relación entre un cuerpo que envejece y una mente que no es capaz de asumir el deterioro irremediable.

R. Nos cuesta admitir que nos vamos muriendo poco a poco. Aunque lo sepas, es difícil. De todos modos, Franz es bastante hipocondriaco y parte de sus enfermedades están en su cabeza.

P. Franz tiene un conocimiento enciclopédico, pero lo ignora todo sobre la muerte. Le aterra morir.

R. Podemos saber muchísimas cosas, pero el saber último, que es conocer la muerte, no lo podemos conseguir. Tal vez los budistas avanzados o los grandes místicos musulmanes sepan algo más. Al final, lo más presente es la muerte y es lo que se nos escapa siempre.

P. Brújula es una novela que también se escucha, que está llena de música. Cuenta que Franz tuvo la revelación de la música. ¿A qué se refiere?

R. Es cuando te das cuenta de que antes escuchabas música sin escucharla. Llega un momento en que la música se vuelve más real, más importante. Percibes que es algo más que un flujo que escuchas por la radio; que es algo muy diverso, un océano en el tiempo y en el espacio. Franz se vuelve un apasionado de la música.

“A mí no me gusta viajar, a mí lo que me gusta es ir a los sitios, aprender el idioma, ver cómo vive la gente, aprender cocina”

P. También en la música, como con los viajes, tenemos más acceso que nunca a las creaciones de todo el mundo.

R. Sí, ahora es muy fácil llegar a la música, pero para encontrar la diversidad hay que ponerse a buscar. En el XIX, para escuchar música había que ir a un concierto o hacerte con una partitura y tocar en tu casa. Ahora es un paradigma totalmente diferente. La música está por todas partes, se comparte en segundos, pero el flujo general esconde lo que no pertenece al gran público. ¿Ha pensado en la poca música china o japonesa que escuchamos? Y eso a pesar de que la música no necesita traducción.

P. ¿Con qué está ahora?

R. Normalmente empiezo varias cosas a la vez y de repente una funciona. Voy escribiendo en papelitos frases que me surgen. En eso estoy.

P. ¿Y a qué dedica ahora sus lecturas?

R. Leo sobre la historia de este pueblo en los siglos XVI y XVII, de las guerras entre católicos y protestantes. También sobre Santiago de Liniers, el último defensor de Buenos Aires; un noble de este pueblo.

P. ¿Será su próxima novela?

R. Según se lo estoy contando, me está gustando la idea. Es el tipo de historias que me interesan, a través de algo muy local, contar el mundo entero.

Brújula. Mathias Enard. Random House. Barcelona, 2016. 448 páginas. 22,90 euros.

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