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Jugar trabajando y viceversa

Diluir la frontera entre el tiempo productivo y el tiempo de ocio es el sueño húmedo de todo explotador neoliberal

El 'Yard work simulator' de 'Los Simpsons'.
El 'Yard work simulator' de 'Los Simpsons'. FOX

En el 12º episodio de la novena temporada de The simpsons, titulado Bart Carny (1999) nos encontramos con un gag que con el tiempo ha resultado ser casi predictivo. En una feria turística Bart encuentra un simulador virtual de jardinería, Yard work simulator, y se empeña en probarlo mientras Marge le recuerda, con la clásica ironía materna, que ya tiene mucho trabajo pendiente en el jardín de casa.

Resulta casi imposible evitar la tentación de encontrar paralelismos con aquella escena cuando analizamos Job simulator, el juego que viene bajo el brazo de HTC Vive, el sistema de realidad virtual de Valve. Ambientado en un futuro en el que los robots son la principal mano de obra productiva, el juego nos pone en la piel de un inútil humano al que se le intenta enseñar las labores más sencillas: desde hacer fotocopias a preparar perritos calientes en la caja de un supermercado. Destrozando nuestros sueños de evasión y fantasía asociados a la realidad virtual, Owlchemy Labs nos presenta un juego en clave de comedia para cocinar tortillas virtuales con las gafas puestas.

Dejando a un lado el dramatismo, Job simulator no deja de ser una versión casual de uno de los géneros con más solera (y presente) en el sector de los videojuegos, el de los simuladores. No encabezan las listas de los juegos del año, pero que títulos como Farming simulator 15 consigan vender más de un millón de copias no deja de resultar relevante. Sorprende descubrir como en un ecosistema plagado de shooters y MOBAS, muchos jugadores disfrutan cosechando verduras virtuales o conduciendo un camión de reparto durante dos horas a lo largo de la costa oeste americana en American truck simulator, tras pasar ocho horas de trabajo real en la oficina.

Pero el resto de jugadores no estamos tan lejos de ese escenario, basta recordar el éxito de los simuladores más accesibles como Farmville, o sin ir más lejos The sims, una de las franquicias más vendidas de la historia, para comprender cómo todos podemos pasar el tiempo libre realizando tareas repetitivas e improductivas para nuestra vida. Y no hace falta que nos limitemos a un género concreto, el trabajo tiene una presencia importante en las mecánicas de un gran cantidad de títulos del medio.

En una las revelaciones indies de este año, Stardew valley, encarnamos a un oficinista cansado de su vida gris y aburrida que un día recibe en herencia unos terrenos en un idílico pueblecito. El juego nos permite abandonar nuestra vida urbanita para dedicarnos a plantar berenjenas, cuidar del ganado y explorar minas en busca de metales. El problema es que tras este planteamiento de utopía naturalista al estilo Henry David Thoreau, lo que nos encontramos en realidad es una ingente cantidad de tareas repetitivas por realizar y una muy estricta gestión del tiempo dentro del propio juego que nos obligará a dedicarle incontables horas y llegar al trabajo con ojeras tras haber pasado la noche recogiendo la cosecha.

En la mayoría de juegos el trabajo no está planteado directamente, pero se nos incita a “trabajar” camuflando labores tediosas con mecánicas divertidas o argumentos más o menos elaborados. El ejemplo más claro son los juegos tipo sandbox o de mundo abierto, como Assassin's creed o The witcher. Bajo la promesa de libertad que transmiten estos juegos nos topamos con que el jugador pasará la mayor parte de su tiempo siendo el recadero de los personajes secundarios, yendo de aquí para allá a lo largo de un mapa (por el que cada título compite en magnitud) completando cientos de misiones en forma de marcadores.

La única libertad real que ofrecen la mayoría estos juegos consiste en dejarnos elegir el orden de las misiones, realizarlas de diferentes formas y permitirnos ignorar las secundarias. Al final de cada misión se nos recompensará con monedas para gastar en items del juego, o se nos pagará con puntos de experiencia; como cuando a un freelance le convencen de trabajar gratis porque es una buena oportunidad para su carrera. En el caso de los sandbox de supervivencia encontramos ciertos matices, porque si bien es cierto que en juegos como Minecraft pasaremos decenas de horas picando piedra, talando árboles, cosechando patatas y construyendo portales al nether, lo cierto es que nadie nos obliga a ello. La ausencia de objetivos directos en el juego y el hecho de que seamos los dueños de los medios de producción y los únicos beneficiarios de toda nuestra mano de obra sitúa a estos juegos en un limbo ideológico entre el cercamiento capitalista y una utopía comunista al más puro estilo Juan Palomo.

Como en toda norma existen excepciones y también podemos disfrutar de un puñado de juegos que, utilizando la repetición de tareas implícita en el medio, se sirven de ella para criticar el modelo productivo que promueven. Tal es el caso de Dr. Langeskov, The tiger, and The terribly cursed emerald a whirlwind heist, un pequeño y original juego gratuito que ofrece una inteligente reflexión crítica sobre los videojuegos y sus mecánicas más habituales.

Nada más pulsar el botón de “start” en el menú, una voz en off nos informa de que el juego ya está ocupado por otro jugador. Aparecemos entonces en una suerte de backstage, como si el juego fuera una obra de teatro, desde el que se nos pedirá que esperemos nuestro turno y que presionemos algunas palancas y botones que activan las mecánicas que experimenta el jugador que está disfrutando en ese momento del juego al que pretendíamos jugar.

En otras palabras, el juego consiste en trabajar gratis, en activar los mecanismos (pues los tramoyistas habituales están en huelga) que permitan que sea otro jugador el que disfrute por nosotros, todo con un tono evidentemente paródico. Otra muestra es Human resource machine, un irónico juego de puzles en el que encarnamos al trabajador de una empresa encargado de programar una máquina para que realice operaciones de cálculo. La tarea es tan repetitiva y mecánica que lógicamente al final del juego acabamos siendo despedidos y sustituidos por un ordenador capaz de realizar de forma más eficiente nuestro trabajo.

Decía proféticamente Adorno que «la diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío», y esto nunca ha sido tan verdad como en la actualidad. En los videojuegos encarnamos a trabajadores modélicos, que cumplen órdenes sin rechistar y realizan tareas repetitivas sin descanso. Porque la mayoría de personajes de videojuegos no descansan jamás; a veces la cuestión del sueño se solventa con una simple elipsis con la que recuperar la totalidad de la vida, como en Fallout 4, pero en otras ocasiones el personaje tiene que conformarse con sentarse un rato frente a una hoguera mientras el jugador guarda la partida y ajusta el árbol de habilidades, como ocurre en Tomb raider o en la saga Dark souls.

El personaje de videojuegos es incansable, el trabajador todoterreno con el que el capitalismo lleva décadas soñando. «Dentro del paradigma global neoliberal, dormir es para perdedores» dice Jonathan Crary en su libro 24/7, en el que explica las estrategias que históricamente ha utilizado el capitalismo para tratar de apropiarse de todo nuestro tiempo libre.

Los videojuegos pueden ser vistos como una herramienta más en esta lucha por el tiempo de ocio. Ayudan a entrenar trabajadores disciplinados y comprometidos con tareas que en ocasiones se prolongan sin descanso a lo largo de todo el día, como es el caso de muchos juegos para dispositivos móviles que controlan el tiempo real del jugador. Son los juegos de estrategia tipo Clash of clans o los puzles con vidas como Candy crash o Two dots. Los primeros obligan al jugador a estar atento en todo momento de los ataques y defensas efectuadas en la guerra de clanes y los segundos limitan el tiempo de juego del jugador, que cuando pierde todas las vidas deberá esperar varios minutos para poder continuar... O pagar para seguir inmediatamente, porque en los videojuegos el tiempo también es oro.

Diluir la frontera entre el tiempo productivo y el tiempo de ocio es el sueño húmedo de todo explotador neoliberal. Y ese proceso se realiza consiguiendo que el trabajador juegue a trabajar en su tiempo libre (y se empape en el proceso de conceptos como productividad y meritocracia), pero también en el campo contrario: convirtiendo el trabajo en un juego. Incentivando al trabajador con logros, pequeños premios, convirtiendo su espacio de trabajo en un lugar agradable y entretenido, consiguiendo en definitiva que el trabajador pase el mayor número de horas posibles en la oficina, y que de paso no le importe comprobar el correo del trabajo los fines de semana a la que saque el móvil para cazar algún Charmander.

Los procesos de gamificación o team building están cada vez más extendidos en la filosofía empresarial de muchas compañías, llegando incluso a los procesos de selección de personal. Uber, por ejemplo, cuenta con el juego Code on the road, una serie de retos de programación que pueden aparecer en la aplicación de cualquier usuario que esté utilizando sus servicios en ese momento. Si este contesta correctamente a todos los problemas propuestos en el tiempo indicado será recompensado directamente con un puesto en la compañía. También significativo es el ejemplo de My Marriot Hotel, el juego de Facebook desarrollado por la empresa hotelera Marriot Hotels, una suerte de simulador de gestión de recursos que la compañía utiliza para seleccionar y entrenar a su personal.

A este ritmo no sería extraño que de aquí a unos años nos terminemos acostumbrando a historias como las de Tom Currie o Sophie Pedraza, que han dejado recientemente su puesto de trabajo para dedicarse a Pokemon GO a tiempo completo, ni que acabemos teniendo curriculums en los que, junto al título universitario y los varios idiomas que chapurreamos, presumamos del alto nivel obtenido en el juego de turno.

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