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Una nota sobre escuelas y sistemas filosóficos (tras la muerte de Gustavo Bueno)

Tal vez lo que constituya el triunfo del filósofo ahora sea dar que pensar y no que los demás piensen lo mismo que él

Manuel Cruz
El filósofo Gustavo Bueno.
El filósofo Gustavo Bueno.

A raíz del fallecimiento, a primeros del presente mes de agosto, de Gustavo Bueno, no faltaron exegetas que desempolvaron, para intentar dar la medida de la potencia de su pensamiento, el elogio de que el filósofo riojano era el creador de un sistema, condición excepcional que, si acaso, solo compartiría en la filosofía española reciente con Eugenio Trías. En el fragor de las alabanzas, algunos ponían en el mismo saco, a modo de argumento de refuerzo, el hecho, a su juicio incontrovertible, de que Bueno había creado también una escuela. Sin querer entrar ahora en el detalle de la propuesta filosófica concreta del autor de la teoría del cierre categorial, asunto al que ya me referí en otro lugar (Pensar a golpe de polémica, EL PAÍS, 8 de agosto de 2016), creo que alguna consideración general respecto a sistemas y escuelas podría resultar de una pequeña utilidad clarificadora.

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En primer lugar, en efecto, habría que señalar que la circunstancia de que un determinado autor haya podido crear una escuela (en el sentido todo lo laxo que se quiera) y la de que disponga de un sistema propio no siempre van unidas. Es cierto que, a primera vista, puede dar la impresión de que quien haya creado su propio sistema tiene más probabilidades de aglutinar alrededor suyo un equipo de personas dispuestas a seguir trabajando en la misma línea. Pero no es menos cierto que dicha tarea en muchas ocasiones depende de circunstancias de muy diverso tipo, empezando por las académicas o administrativas.

Supongamos: un brillante profesor con sistema propio que trabajara en una pequeña universidad de una pequeña capital de provincia sin sección de filosofía (o, por ponerlo peor, sin ni tan siquiera facultad de Humanidades) tendría desde el punto de vista práctico muy difícil crear escuela en la medida en que, obligado a impartir asignaturas generalistas en facultades muy diversas no tendría la oportunidad de formar profesores o de dirigir tesis bajo su particular perspectiva. Obviamente, las condiciones son muy diferentes cuando el filósofo sistemático en cuestión (sea cual sea su sistema) desarrolla su labor en una gran universidad o, en su defecto, en una de tamaño mediano con sección propia en la que detenta un considerable poder académico.

Disponer de un sistema no implica que alrededor de su autor vaya surgiendo una escuela

Ahora bien, constatado esto, conviene seguir puntualizando que el hecho de disponer de un sistema en una determinadas condiciones académicas tampoco implica que, automáticamente y casi como una excrecencia, alrededor de su autor vaya surgiendo una escuela. En este punto, conviene poner ya el foco de la atención en ese particular artefacto teórico que venimos denominando sistema. Y, a este respecto, resulta poco menos que inevitable una breve consideración de orden más bien histórico acerca de si tiene sentido en estos tiempos mantener, a la manera tradicional, la vieja aspiración a erigir un sistema propio, esto es, un completo edificio discursivo que incluya todos los ámbitos de la filosofía (ética, estética, metafísica...). ¿Acaso es obvio, por ejemplo, aspirar a disponer de una epistemología (o ya no digamos una teoría del conocimiento) propia, cuando hasta la expresión "epistemología propia" suena ciertamente extraña, entre otras razones porque de la naturaleza del conocimiento ya nos han hablado, en extenso y con conocimiento de causas, desde los filósofos de la ciencia a científicos pertenecientes a muy diversas disciplinas?

En todo caso, aunque pudiera considerarse válida en general la aspiración a sistema, y una vez superadas las eventuales dificultades académico-administrativas, a continuación resulta obligado que el sistema concreto que se proponga acredite su potencia teórica, esto es, acredite que abre líneas de desarrollo potentes, susceptibles (y merecedoras) de ser perseguidas por otros autores posteriores (que vendrían a constituir la plantilla de la escuela). Mi opinión, con el debido respeto para todo el mundo, es que el sistema de Bueno, tal vez por la proteica personalidad de su creador, no ha pasado todavía por la prueba de que quienes se reclaman de su sistema lo desarrollen o completen, a la manera en que decimos, por ejemplo y sin querer comparar lo incomparable, que quienes se reclaman wittgensteinianos han enriquecido las propuestas del autor del Tractatus, o que los heideggerianos han hecho lo propio con las del autor de Ser y tiempo. (Por supuesto que lo que se dice de Bueno se podría aplicar también al antes mencionado Eugenio Trías, poseedor asimismo de una inequívoca voluntad de sistema, así como de discípulos muy afines a sus planteamientos: todavía —es posible que por falta de tiempo: su desaparición está muy reciente— no ha habido ocasión de comprobar cómo su sistema se podría desarrollar).

Pero cabe dar un paso más allá y afirmar que la posesión de un sistema no solo no comporta automáticamente la existencia de una escuela, sino que ni siquiera es condición necesaria para la existencia de ésta. Así, es un hecho que ha habido autores que han tenido una importante influencia, hasta el punto de que se pueden haber reclamado de sus enseñanzas muchos filósofos posteriores (que se podría afirmar que constituyen de esta manera una escuela, más o menos difusa), sin que, propiamente, quepa afirmar que disponían de su propio sistema filosófico. Pienso en José Luis Aranguren, de quien se han reclamado tantos éticos en España en las últimas décadas, o incluso en el mismo Manuel Sacristán, de los que, salvando las enormes diferencias que les separaban, no creo que pueda decirse que habían construido un sistema propio, como tampoco puede negarse que, a su manera, han generado una cierta escuela (de hecho se ha normalizado el adjetivo sacristaniano para aludir a una manera de entender la práctica filosófica, a un estilo discursivo o a un compromiso ético-político, por señalar solo algunos rasgos).

Tal vez el triunfo del filósofo sea dar que pensar y no que los demás piensen lo mismo que él

No descartemos que tras toda esta discusión lata un profundo y doble malentendido, heredado de otras épocas. El de que, por un lado, la excelencia en materia de pensamiento solo la alcanza alguien cuando es capaz de elaborar un sistema filosófico propio, que abarque todas las dimensiones del pensar (como si todavía, en el momento histórico de desarrollo del conocimiento en que nos encontramos, nos fuera dado fantasear ese paisaje de arquitecturas teóricas consumadas). Y, por otro, el de que la medida de la importancia de un filósofo la constituye el número de filósofos posteriores que piensan como él. Pero tal vez ese test de influencia haya dejado de ser relevante, y lo que de veras importe, lo que constituya el genuino triunfo del filósofo en estos tiempos sea, simplemente, dar que pensar y no que los demás piensen lo mismo que él.

*Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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