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ENCUENTROS CON HETERODOXOS

Por dónde entra el aire en los cuadros de Bacon

Asmático, su estudio era un basurero ilustre; sus cuadros fueron crónicas de la sangre, de la carne y de la huida

Juan Cruz
Francis Bacon, retratado en 1971.
Francis Bacon, retratado en 1971.CARTIER BRESSON (Magnum)
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Daba la mano con decisión, mirando para otro lado, como si se estuviera yendo. Elegante, camisa con rayas violetas, una chaqueta negra de tela muy fina, ese tupé que parecía redondeado por un pincel ante un espejo cóncavo. Sus ojos rozando los tuyos como si se los fuera a dibujar en uno de esos cuadros en los que se crucifica a sí mismo en medio de un torbellino de carne y estupor.

Tenía asma cuando llegó a la galería Marlborough de Londres, y lo dijo. Era junio, a las cuatro en punto de la tarde. Tener asma en Londres es una de las cosas más serias del mundo. Cuando dijo “tengo un ataque de asma” fue como si hubiera dicho “paren la vida, vuelvo en un rato”.

Su cara se hizo violeta, como las rayas de su camisa, hasta que volvió a su ser, dejó de ser también de viento y violencia su cara bien afeitada pero dura como el saludo de un enemigo.

Como en las de sus cuadros, las caras de Bacon fueron cambiantes mientras estuvimos con él, de pie, o cuando nos sentamos en una isla de madera que había debajo de uno de sus trípticos. Allí se revolvían caras como si estuvieran en una batalla romana, o griega, a punto de reventarse los ojos. Todas las caras de Francis Bacon son víctimas de una ventolera, como si la carne fuera agitada por un ciclón. Como su propio cuerpo, los personajes de sus cuadros buscan violentamente el aire, parecen desaparecer en medio de una ventolera. Como el pulmón de un asmático, el aire es el deseo que impulsa la violencia de esas huidas que retrata.

Sin embargo, cuando se ve su estudio, lleno de potingues sagrados, parece que se ha asentado allí toda la basura del mundo. Como si jamás hubiera entrado allí una escoba para limpiar el detritus oscuro de los descendientes de Diógenes.

En los bares ese hombre necesitado de aire y de viento y de respiración urgente se sentaba como a esperar, como sentaba a sus personajes Samuel Beckett, su solitario semejante. Los bares eran siempre los mismos, pues en esa costumbre de asomarse a las mismas geografías basaba su deseo de no ser importunado por las novedades de gente que pregunta con la nariz o con la cara: “¿Es usted el pintor?”.

La última imagen pública de él está tomada después de la vida entera, cuando no hay ni viento ni esplendor ni miseria. Cuando hay la muerte y ésta es una inscripción fatal en el dedo de un pie muerto. Un pie, no una cara ni un brazo, ni los dedos de pintar. Un pie fue el último testimonio gráfico de Francis Bacon; en el verso famoso de José Hierro, aquel emigrante Rodríguez está tendido, muerto, en D’Agostino, una casa funeral de Nueva York. Bacon estaba echado así, con su pie desnudo, en una cama de hospital, en Madrid, donde tanto quería. Pero ya estaba solo, era solo Francis Bacon, irlandés, buscó tachar la vida, y ahí estaba, culminando su excursión sobre la tierra. 82 años. Es en ese momento, como decía Walter Benjamin, cuando ya puede decirse quién fuiste, pues ya no serás nunca nadie más que quien fuiste hasta ese instante del que no se vuelve.

Su pintura, como la de Caravaggio, fue sobre la lucha o la muerte o la sangre; o, más bien, sobre lo que hay inmediatamente antes de la muerte, esa ventolera. Pero no era el estrafalario Diógenes de su estudio ni el sedentario de los bares, o no únicamente. Bacon era, también, un asmático que necesitaba el aire y, por tanto, huía en busca del viento, en medio de cuyas turbulencias retrataba a sus personajes, amigos o mitos. Sus temas eran la sangre y la carne, y la despedida; retratos como de atletas que se despiden hacia la nada o hacia otro cuadro que debía nacer, limpísimo, veloz, de aquel campo minado que era su estudio.

En aquel momento de nuestra cita era pulcro, aseado y elegante, entonado como un caballero inglés vestido informalmente para pasar desapercibido en los bares y en las fiestas. Tenía una sonrisa arrepentida, como si considerara vulgar reírse en público, y comunicaba de inmediato su gusto o su disgusto. Los que no son asmáticos quizá no entiendan cabalmente su sentido del tiempo, la prisa que imprimía a su rostro; un asmático es ansioso porque no halla la razón de su asfixia, y si no tiene a mano su ventolín (que usaba en público, como los asmáticos veteranos, que no sienten vergüenza de su padecimiento) se siente perdido y es huraño, como si quisiera que se lo tragara la tierra. Enloquece el asmático solitario, necesita el viento seco. No sólo por eso venía a Madrid. Venía por amor, se dijo, hasta cuando era entrevistado mandaba cartas de amor y desgarro.

Su última vez en público fue en el bar Cock de Madrid. Él bebía con la tristeza reconcentrada de los tímidos, y hasta que la somnolencia de la borrachera no le pusiera en camino del corredor sin retorno no dejaba el vaso. Buscaba la respiración, el viento, por eso en sus cuadros dibuja el aire moviéndose, como si retratara la asfixia y el color del siglo oscuro. "Quedará un color, seguro. Oscuro, color de sangre, cualquier color. Acaso al final quedará un solo color. Y cuál será. Quién sabe". Eso fue lo último que le escuchamos decir en Londres, con nosotros estaba Mary Cruz Bilbao, ella nos juntó. Un año después Bacon murió en Madrid, el último viento de abril de 1992.

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