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TUMBAS DE VERANO

El mejor entierro: un barco vikingo en llamas

Viaje a la vieja Northumbria en pos de la leyenda del ‘drakar’ ardiente y de los vestigios de un pueblo que sembró de topónimo noruegos el Norte de Inglaterra

Jacinto Antón
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Si en algún sitio es fácil imaginar velas vikingas en el horizonte es aquí. El mar se extiende como una superficie gris y siniestra hasta el último confín que alcanza la vista, bajo un cielo plomizo en el que se mecen, graznando de una manera insidiosa, dos cuervos. Parece un fotograma de Vikings o de El último reino, esas dos grandes series, pero estamos en Heysham, en Lancaster, en el Norte de Inglaterra, junto a las ruinas de la capilla de san Patrick, que para lo que nos atañe podrían ser las de la mismísima abadía de Lindisfarne, al otro lado del país, donde en el año 793 se produjo el primer raid vikingo, el 11-S de la cristiandad medieval. Enfrente está el áspero mar de Irlanda, por el que llegaron los nórdicos desde el viejo reino de Dublín, a un día en drakar, más si está movido, para instalarse en estas tierras y sembrarlas de topónimos noruegos, monumentos extraños, tesoros escondidos –como el vecino de Silverdale- y sueños.

Desde el promontorio en que me encuentro, junto a las famosas tumbas de piedra de Heysham, talladas en la roca, se atalaya la bahía de Morecambe y una larga playa en la que, teniendo mucho cuidado con la marea, rápida como un caballo al galope (en 2004 ahogó a 21 inmigrantes ilegales), los largos barcos de los vikingos atracaban deslizándose sobre la misma arena. Pero yo estoy pensando en lo contrario: en una nave que se adentra en el mar, con una oscura carga de muerte. En una tumba naval: en el legendario funeral vikingo que se daba, según nos han contado novelas y películas, a los grandes guerreros.

La forma más conocida de ese mítico entierro marino nos la ha dejado, paradójicamente, una gran aventura en el desierto, Beau Geste. De niños, en la finca de Brandon Abbas, ese crisol de la abnegación y el heroísmo, los hermanos Geste orquestaban en el estanque su “funeral de vikingo” con una nave en miniatura en la que acomodaban un soldado de plomo sobre una caja de cerillas llena de pólvora, regando además el navío con parafina; un perrillo de porcelana se colocaba a los pies del difunto. Aplicando un fósforo, la embarcación era empujada hasta el centro del estanque donde ardía gloriosamente y luego desaparecía bajo las aguas. La fórmula será usada luego muy imaginativamente en el fuerte Zinderneuf de la Legión Extranjera atacado por los tuaregs.

El otro gran funeral vikingo de nuestra memoria es, por supuesto, el de Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, que le proporcionan sus guerreros y su díscolo medio hermano Eric (Tony Curtis) al salvaje e irreductible, y tuerto, Einar (Kirk Douglas). El drakar –al que Hollywood le escamoteó el pertinente sacrificio humano: a menudo una esclava que acompañase al difunto- navegaba en un crepúsculo de cinemascope mientras los arqueros lanzaban flechas incendiarias sobre su vela y cubierta. El director había ordenado a los extras que debían disparar que esperaran a que él contara hasta tres, pero uno de ellos –a lo Peter Sellers en el arranque de El guateque- se adelantó en el “¡dos!” y su saeta ardiendo fue a acertar inexorable y magníficamente en pleno barco como una prefiguración del tiro al pebetero de Rebollo: a Fleischer le tenía que haber puesto furioso; sin embargo, le encantó.

Estoy mirando al mar y soñando despierto con la flamígera escena, el navío envuelto en llamas desde la popa a la proa de dragón, cuando alguien carraspea junto a mí. Es uno de los mayores expertos mundiales en vikingos y la razón de que haya viajado a Heysham, arrostrando las sevicias de Ryanair en Manchester: el historiador John Haywood, profesor en la Universidad de Lancaster y autor, entre otros estupendos libros, de Los hombres del Norte (Ariel, 2016), una magnífica puesta al día de todo lo que se sabe sobre los vikingos. “Esto era parte del reino anglo de Northumbria antes de la conquista normanda”, explica con la mirada puesta en el horizonte. Me pregunto si él también imaginará las velas y el barco ardiente. Observa con simpatía y cierta conmiseración mi obsesión por el tema. “En realidad no hace falta imaginárselo tanto, estás de pie sobre tumbas vikingas”. Noto una extraña sensación. Mis zapatos mojados por la humedad de la hierba parecen aún más fríos. Se han descubierto más de medio centenar de cuerpos enterrados justo debajo de donde estoy.

Las creencias escandinavas sobre la otra vida, dice Haywood –con el que he trabado una estupenda relación tras explicarme que a una antepasada suya la colgaron por bruja en el castillo de Lancaster y que su padre cayó prisionero de Rommel en Tobruk; además ha sido “secuestrado” por una novia danesa-, eran vagas y la mayoría bastante sombrías. “No sabían muy bien qué pasaba”. Los muertos en general eran muy desdichados y a menudo una molestia para los vivos en la forma de draugr, “mal muertos”, de los que había que librarse por medios expeditivos. La muerte no era la cesación de la vida sino otra forma de existir, más cutre. La mayoría iría a parar al reino tenebroso y frío de Niflheim; si te ahogabas al Hlésey del dios marino Regir –donde al menos había cerveza- y si habías sido muy malvado, al Nástrandir, sala llena de serpientes, o al pozo del inframundo Hvergelmir. Los buenos guerreros caídos en combate, cierto, tenían la opción del Valhala, donde se bebía, festejaba y luchaba, pero eso tampoco era una bicoca: Odín te reclutaba sí, pero para que lucharas y (re) palmaras a su lado en el Ragnarök, la gran batalla del fin de los tiempos que aniquilaría a los dioses mismos. Con esas perspectivas post mórtem, lo mejor para los vikingos era, como subraya el estudioso, “vivir el presente”. Y visto que todo iba a ir mal y que las Nornas establecían tu destino, lo que quedaba era ”pensar en tu reputación”. De ahí que tantos vikingos fueran atrevidos, emprendedores y aventureros, en la lucha, en los viajes, en la búsqueda de riqueza y fama. Había que vivir lo mejor posible y dejar un rastro glorioso para las sagas. Si algún sentido tenía la vida te lo debías proporcionar tú mismo, logrando algo importante por lo que fueras recordado. Algunos lo consiguieron: Ragnar Lodbrok, Eric el Rojo, Olaf Tryggvason, Harald Hardrada... Lo de que había que morir con la espada en la mano (gritando Odiiiiin, a ser posible)... “Es un invento de Hollywood. De hecho, la mayoría de los guerreros vikingos ni siquiera tenían espadas, que eran muy caras, sino hachas y lanzas. Y por supuesto temían a la muerte como cualquiera. El Valhala no era un incentivo, sino una compensación. El secreto militar de los vikingos no era que fueran más estoicos y fuertes sino su movilidad y probablemente la guerra psicológica, su propia fama –que alentaban- de salvajes y feroces”.

Había una asociación entre la muerte y el barco. El reino de los muertos estaba más allá del mar. Existía el escalofriante mito del barco Naglfar, hecho ¡con las uñas de los muertos! y en el que al fin de los tiempos navegarían el gigante Hrym y sus ordas del caos para el Ragnarök. Los escandinavos se cuidaban mucho de cortar las uñas a los difuntos para no aportar material de construcción para el funesto navío y precipitar su botadura.

Le pregunto a Haywood por las tumbas de barco. “Las conocemos por la arqueología y por las fuentes literarias. No eran de personas comunes sino algo solo al alcance de monarcas (y reinas), reyes del mar, jarls (condes), y grandísimos líderes guerreros. Es lógico porque un barco era algo muy valioso”. El gran Régis Boyer ha escrito que el barco es el que hace al vikingo. Parece natural que quisieran ir al más allá con su embarcación. “Lo habitual es que el barco convertido en tumba, con el difunto y su ajuar, se meta bajo tierra, como en los casos de los barcos de Oseberg, Gokstad, Tune y tantos otros. Algunas veces antes de enterrarlos se los quemaba; el mejor ejemplo arqueológico es el del barco tumba de la isla de Groix, en Francia”.

Tenemos el relato de un testigo de un funeral vikingo en 922 con incineración del navío. Es, cuenta Haywood, el de Ibn Fadlan, viajero árabe entre los rus, los vikingos de Rusia. Una esclava fue sacrificada para acompañar al jefe muerto. Antes de estrangularla y apuñalarla fue violada en grupo por los parientes varones del difunto, a cuyo lado se la acostó en la tienda en la cubierta del barco, donde se colocaron también un perro y dos caballos sacrificados y las armas del muerto. El barco había sido sacado del río Volga y colocado en una pira que se prendió con antorchas. Luego, al apagarse el fuego, cubrieron los restos con un túmulo de tierra. Del funeral acuático no tenemos evidencias arqueológicas (parece difícil hallarlas). Pero el rito, recuerda Haywood, está descrito en el mito de la muerte del dios Balder. Lo colocan en su barco Hringhorni, reputado como el más grande de todos los barcos, y el navío es botado al mar convertido en una pira. Thor –ese tipo tan políticamente incorrecto- lanza de una patada sobre la embarcación en llamas al enano Litr y la viuda de Balder, Nanna es puesta también en el barco tras morir de pena. En Internet he descubierto que hay gente todavía hoy que aspira a un funeral vikingo estándar (¡no estamos solos!). En 2014 la guardia costera de EE UU vetó la ceremonia de esa clase que se había preparado un veterano de la II Guerra Mundial. “Eso no es como lanzar tus cenizas al mar”, argumentaron. En cambio, un viudo británico consiguió en 2012 hacerle un entierro vikingo a su fallecida esposa danesa (como la pareja de Haywood) colocando sus cenizas sobre un modelo a escala de un drakar al que pegó fuego en el mar.

John Haywood en Heysham.
John Haywood en Heysham.

En realidad no parece haber un modelo canónico vikingo de entierro en barco. “En la religión vikinga nada es canónico. No esperes prácticas homogeneizadas como en el cristianismo o el islam. No hay una teología sistematizada ni dioses supernaturales, ni grandes verdades establecidas. Nada hay muy concreto sobre el sentido de la vida. El paganismo vikingo no tenía en realidad respuestas. Probablemente tenían razón: no estamos aquí por ningún propósito”.

Es cierto que un verano de tumbas no puede ser muy jubiloso, pero siento que el mundo se ensombrece alrededor mientras Haywood describe qué modernos eran los vikingos en realidad en su descorazonadora concepción del mundo. “Solo sobrevive la reputación”, me repito. Y mientras las nubes se abren fugazmente para dejar pasar un efímero rayo de luz que cae sobre el mar como un breve incendio, me entran ganas de llorar.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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