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MEMORIAS / POESÍA

Ni pena ni miedo

Una antología y sus memorias arrojan nueva luz al universo doliente del poeta chileno Raúl Zurita

El poeta chileno Raúl Zurita
El poeta chileno Raúl Zurita, retratado en Alicante.Pepe Olivares

En el comienzo de El día más blanco (Literatura Random House), el libro de memorias de infancia y de primera juventud de Raúl Zurita, un hombre anónimo que sin duda es él se tumba boca arriba y con los brazos abiertos sobre la costra de salitre que endurece el suelo del desierto. No especifica dónde es, pero yo enseguida pensé en Atacama, al norte de Chile, el lugar más árido del planeta, una pétrea inmensidad. El hombre bien podría ser el único habitante del planeta: “Era como si la Tierra entera subiera desde el centro de ella hasta chocar con su espalda”. Toda esa majestuosidad y esa grandeza, sin embargo, “no pueden alterar ni un solo segundo el sufrimiento del ser que allí yacía (…) Esas dos soledades entonces, la del hombre y la del desierto, se estrellaban como dos bloques”. Hay algo titánico en este enfrentamiento de un individuo atormentado contra un mundo impasible. Ese hombre es un Prometeo que se encara con la bella y cruel indiferencia de la naturaleza para intentar arrebatarle la llama del sentido de la vida, o al menos del sentido del dolor. Con sus brazos extendidos, es un Cristo que se sacrifica por la redención de todos.

Se diría que Raúl Zurita nació roto, la palabra que más se repite en sus versos es justamente esa, “roto” o “rota”

La imagen resulta excesiva, mesiánica, y al mismo tiempo conmovedora. Me pregunto si los grandes poetas son poetas justamente porque no pueden salir de sí mismos, porque se pasan la vida dando vueltas en el interior de un yo desmesurado (a diferencia de la mayoría de los novelistas, que son seres escindidos entre un tumulto de personalidades e incapaces de encontrar su propio yo); sea como fuere, se diría que ese es el caso de Raúl Zurita, que tiene una obra intensa y obsesivamente centrada en sí mismo, hasta el punto de que su último poemario, un volumen colosal de más de 700 páginas publicado en 2011, se titula Zurita. Los dos libros que acaban de salir en España son textos antiguos. El día más blanco es de 1999, aunque ahora ha sido revisada por el autor. El otro, Tu vida rompiéndose (Lumen), es una antología personal, 600 páginas de versos y prosas hincados en el yo y en lo biográfico.

Ahora bien, ¿puede uno ser mesiánico y al mismo tiempo humilde? ¿Puede uno compararse con Cristo o medirse con la Tierra y resultar pese a ello modesto? Pues sí, se puede, y Zurita lo demuestra casi siempre (no todo lo que escribe me gusta, pero lo que me gusta me parece monumental). Y quizá la clave de ello sea la veracidad de su sufrimiento. Una autenticidad de dolor que te traspasa y que se convierte en el dolor de todos. En El día más blanco Zurita ofrece algunas claves objetivas de esa profunda pena: el fallecimiento de su padre y de su abuelo cuando él tenía dos años; el acoso incesante de la pobreza; el terror a que murieran su madre, su abuela y su hermana; el amor absoluto a la abuela, la gran figura de la infancia, un afecto tan esclavizante y tan inmenso que en la pubertad se tiñó de violencia (la amenazó con un cuchillo y para castigarse por ello se lo clavó a sí mismo); la detención en la época de Pinochet y la tortura. Pero lo más hondo del dolor no se explica directamente, porque el verdadero sufrimiento es inefable. Se diría que Raúl Zurita nació roto, la palabra que más se repite en sus versos es justamente esa, roto o rota, y no es casual que su antología se titule Tu vida rompiéndose. Esa grieta abrasa.

Hay una poderosa continuidad estilística tanto en su libro de memorias como en su antología. Son textos alucinados que rozan el delirio, sueños emborronados por la fiebre. Y luego está la violencia latiendo como un miembro gangrenado: feroces y aterradoras prosas de su antología plagadas de violaciones, incestos, asesinatos, tormentos. “Sin saberlo ha comenzado para mí la edad de la sangre”, dice bellamente en sus memorias, hablando de una pelea a la que asiste de niño. La sangre y su horror tapizan las paredes del infierno.

Frase horadada en el desierto de Atacama con un verso de Zurita.
Frase horadada en el desierto de Atacama con un verso de Zurita.

El inmenso yo de Zurita es un yo plástico y resbaladizo que de puro grande se convierte en todos; en sus textos, a veces es él y a veces es ella, es el violador y es la violada, el verdugo y la víctima. De adolescente, lo cuenta en las memorias, se quemó voluntariamente la mejilla con un hierro al rojo. Lo repetirá más tarde, en la juventud, cuando forme parte del grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), en el que será uno de los miembros más radicales: vuelve a marcarse a fuego la cara, se echa amoniaco en los ojos, hace una performance masturbatoria en un museo. En todo ello, como en sus textos, hay una especie de arrogante desesperación.

Zurita aletea de ansias de vida como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña. No tiene más arma que su literatura, pero aun siendo prisionero de una penosa realidad se levanta altivo y nombra al firmamento, al desierto, a las montañas, a los ríos y los mares. Frente al infierno de lo humano, la estremecedora hermosura de la naturaleza. Por eso en 1982 escribió poemas en el cielo de Nueva York con cinco aviones y humo blanco. Y por eso en 1993 hizo excavar en el desierto de Atacama la poderosa frase “Ni pena ni miedo”: tiene 3.140 metros de longitud y sólo puede verse desde el aire. Leo en Internet que Zurita padece Párkinson desde principios de los noventa. El cuerpo, ese irónico traidor, ha condenado al poeta, que lleva toda la vida luchando por volar, al encierro de una enfermedad cruel. Pero a veces pienso que cuando excavó el desierto ya conocía su dolencia. Y que eso le hizo alzar aún más la cabeza, horadar con sus palabras el salitre, gritar más alto. “Muero feliz porque muero en la belleza”, dice en El día más blanco. Ni pena ni miedo. 

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