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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Géminis

La emigración como la muestra 'Brooklyn' parte en dos nuestra identidad sin remisión. Pero sin salir de casa jamás valoraremos lo que dejamos en el hogar

Estatua de los gemelos Castor y Polux (Dioscuros), representación simbólica de la galaxia Géminis, en el museo del Prado.
Estatua de los gemelos Castor y Polux (Dioscuros), representación simbólica de la galaxia Géminis, en el museo del Prado.

La jovencita Eilis Lacey, que trabaja sin perspectivas en una tienducha de mala muerte en una pequeña localidad de la Irlanda de 1950, se ve impelida a tomar el portante con dirección a la floreciente y temible ciudad de Nueva York, como tantos otros de sus compatriotas secularmente. Abandona así con aprensión el hogar familiar, formado por su madre viuda y una hermana, para instalarse en Brooklyn, donde inicia una nueva vida con un no pequeño desconcierto y mucha nostalgia. De todas formas, la concienzuda Eilis logra ir adaptándose con creciente éxito y, en relativamente poco tiempo, ve trocarse su destino con los mejores vuelos laborales y personales, de tal manera que todo indica que ha abierto un mirador incomparablemente mejor para su futura existencia. Esta historia nos es narrada, a partir de un relato del escritor Colm Toibin, por el cineasta John Crowley en su película Brooklyn (2015), cuyo nervio dramático consiste en mostrarnos cómo la dicha está tejida por la desdicha, pero con su reversible viceversa, porque la feliz Eilis debe inopinadamente regresar a su Irlanda natal al morir su querida hermana mayor, quedándose, de nuevo y de improviso, expuesta a las inescrutables leyes del azar.

No reventaré más la trama de este hermoso filme para quienes no hayan tenido todavía la oportunidad de admirarlo, pero sí trataré de sacarle una cierta punta reflexiva personal. Porque, a primera vista, Brooklyn aborda la dramática ambivalencia de la emigración, que parte en dos nuestra identidad sin remisión, no sabiendo ya dónde hallar la felicidad, que, ¡ay!, no tiene localización. En cualquier caso, sin emanciparnos y sin salir de casa, jamás accederemos a la visión duplicada de ese desdoblamiento íntimo que nos permite reflexionar, como le ocurrió al hijo pródigo, que debió recorrer disipadamente medio mundo para valorar, por primera vez, lo que dejó en el hogar. Que a la pobrecita Eilis, a diferencia de este último, le pasara lo contrario; es decir: tener que irse fuera sin quererlo, no afecta para nada al meollo sustancial de la historia de que, sin el chispazo del partir, no hay regreso que valga. Pues, a la postre, la consciencia humana se alumbra sólo en la inquietud. ¡Qué importa finalmente a dónde vamos a parar!

El mito de los gemelos es a este respecto aleccionador, porque captó simbólicamente enseguida la esencial dualidad humana, que no se ciñe al ir y venir, sino que comporta cómo sólo mediante nuestra partida o partición hallaremos quiénes somos realmente nosotros mismos: seres en busca de nuestra otra parte oculta. Así lo declaran J. Chevalier y A. Gheerbrant, en su Diccionario de símbolos (Herder) en la voz titulada “Géminis”: “El ser vive en suma sobre un desdoblamiento interior: una mitad de él siente, actúa y vive, mientras que la otra mitad la contempla actuar, sentir y vivir; actor y espectador de sí mismo a la vez, manteniendo el espectador al actor bajo su mirada, socarrona o desilusionada”.

En la espléndida exposición de El Bosco, que ahora se exhibe en el Museo del Prado, hay una figura, nada fantástica, que se repite: la de un caminante que avanza mirando con aprensión hacia atrás, casi como si se tratara de un fugitivo, como todos nosotros, que tratamos de prender lo fugaz sin dejar de cosechar pérdidas. Hay, no obstante, una salida: la del reconocimiento que es un reconocerse, como la jovencita Eilis, que, enfrentada a una identidad partida, acepta lo que hay y prosigue el camino, pensando quizás que el trayecto humano está poblado también de mudos recuerdos.

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