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CAFÉ PEREC
Columna
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Súbita aparición de Nunes

Enrique Vila-Matas

Concluía el año de 1970 y trescientos “intelectuales” se habían encerrado en Montserrat en protesta contra el gobierno franquista por el Proceso de Burgos. Acabábamos de decidir que terminaba el encierro de dos días, y nos íbamos a identificar ante la guardia civil, que esperaba afuera. Y en esto observé que no todos dejábamos el monasterio, pues los monjes habían apartado a un pequeño grupo, dentro del cual estaba el cineasta José María Nunes, al que pregunté cómo era que se quedaba. “No voy a salir con esto”, dijo, mostrándome un pistolón que ocultaba debajo de su gabardina. Parecía disfrutar de la situación, todo lo contrario de algunos circunspectos intelectuales del encierro, llenos en aquel momento de temores. A Nunes, en cambio —el outsider de aquella Escuela de Barcelona que formaron Joaquim Jordá, Jacinto Esteva, Jaime Camino, Gonzalo Suárez, Carles Durán y Ricardo Bofill, entre otros—, se le veía en su salsa, en su propio ambiente. Creo que era valiente, extremado, extremista, loco cuerdo, o más bien loco tremendo.

Creo que era valiente, extremado, extremista, loco cuerdo, o más bien loco tremendo”

Loco del cine, en cualquier caso; eso siempre todos lo tuvimos claro. Ahora, comisariada por Joan M. Minguet, se inauguró el pasado jueves en Barcelona en Arts Santa Mònica una exposición que se propone reivindicarle como realizador de culto (Noches de vino tinto, Sexperiencias) y como pensador libertario. Para Minguet, el cine de Nunes, desprovisto de una narrativa argumental, se acercaba a la abstracción: “Tenía la voluntad de romper todo argumento para hablar de los temas que le interesaban: la libertad, el suicidio, la amistad”.

Su filmografía no se sostenía demasiado entonces, ni tampoco demasiado ahora, pero sí en cambio tiene interés para la propia memoria de Barcelona esta súbita reaparición de la ideología de Nunes, que a fin de cuentas fue en su momento todo un personaje de una ciudad que bate récords mundiales a la hora de olvidar su pasado.

La última vez que le vi fue en la zona del Carmel de Barcelona, en la biblioteca Juan Marsé, en una exposición sobre las escasas fotos de los años sesenta que se habían podido encontrar de aquel barrio desdichado. Tomamos unas copas en el rústico bar del centro cultural y, en conversación con Marsé y otros, empezó él de pronto a despacharse a gusto, en forma de repentino monólogo, contra “la sociedad del espectáculo”. Era el anarquista de toda la vida, sólo que ahora aseguraba leer casi únicamente a Guy Debord, “el primero que supo ver por dónde iban a ir las cosas”.

En la última imagen que conservo de él, Nunes está en el centro de aquel bar, medio subido a una silla, diciéndonos a todos que la fórmula para transformar el mundo no la buscaba Debord en los libros, sino vagando a través de sus célebres “derivas sistemáticas”. Y recuerdo que le escucho, medio atónito, y pienso en las tabernas de Noches de vino tinto, filme cargado de vagabundeos y de múltiples derivas que adoptaban la forma de interminables monólogos que siempre sospeché que, con dos tintos de más, seguro que podían llegar a ser más soportables.

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