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La vida excepcional de Emma Cohen

Emma Cohen en 'Al otro lado del espejo', de Jess Franco, 1973‏Foto: atlas | Vídeo: ATLAS
Juan Cruz

Ella escribía novelas, pero su vida hubiera sido la gran novela. La novela de su vida. Cuando era una joven recién salida de mayo del 68, herencia que se le quedó en la retina poderosa de sus ojos bellos, era una metáfora viva de la naturaleza de quien dice no. Buscaba el aire puro de la calle, así que se fijó en el cine, en el teatro y en la literatura, que eran las formas de ver desordenada la calle de entonces, tan oscura.

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Era una iluminación, sus ojos fueron la iluminación de una época. Bastaba mirarlos para saber que ahí dentro se estaba edificando una metáfora nueva, otra aventura. Su inteligencia habitaba también en esos ojos, en sus miradas y en sus silencios, más que en las palabras mismas. El hombre tan inteligente al que dedicó su vida era un socrático mayéutico que te interrogaba tan solo para demostrar que las cosas tenían un envés; y ella siguió en esa escuela hasta el final.

Una vez muerto Fernando Fernán-Gómez siguió dándole sombra a aquel pajarraco rabioso, esa zanahoria roja pelopaja del teatro, del cine y de la literatura al que arropó hasta el fin como si fuera a la vez su amante, su padre, su hermano y su ídolo. No resultó extraño que, como contaba aquí Luis Alegre, fuera la palabra escrita, una carta en la revista Triunfo, la que devolviera a Emma Cohen a los brazos de Fernando, después de una aventura con Juan Benet, otro gigante del siglo.

Fernando y Emma eran personas de metáforas, querían la literatura por lo que ésta decía por dentro, y el cine por lo que de narrativo tiene el pensamiento o la poesía que se resuelve en imágenes; el teatro les dio la tercera dimensión de lo que quisieron decir: contar lo que les hacía reír o recordar, la vida es un tiempo amarillo que siempre está enviando postales.

Aquellas bicicletas, aquel viaje a ninguna parte nacieron casi jugando, mientras le proponían a Fernando nuevos trabajos y ella pespunteaba las ideas que iban naciendo como si estuvieran dibujando juntos ya los diálogos que luego iban a ser tan realistas, tan surrealistas y tan inmortales.

Esa vida de los dos es la vida de Emma Cohen y la vida de Fernando Fernán-Gómez, juntas y por separado, como si fuera la vida de uno solo vivida por dos. En ese desdoblamiento de uno y de otro (el Fernán-Gómez que escribe la carta para decirle “vuelve” y la Emma Cohen que luego de la muerte de su amado iba por los platós reclamando lo mejor de su memoria de actor, de escritor, de príncipe del teatro) reside el enorme mérito sentimental de esta dedicación absoluta a un amor, a un ser humano, no sólo a su inteligencia sino también a su desvarío o a su enfermedad y finalmente a su ausencia.

En el silencio final de Emma hay también una prolongación a ese tributo, pues los dos vivieron, desde que regresaron juntos, un amor íntimo, recluido, de dolores y placeres domésticos que se resolvían (como se ve en la espléndida La silla de David Trueba y del ya citado Alegre) en la muy inteligente convivencia literaria, tan privada, de los dos amantes de la calle Luna.

Ese silencio convierte aún en más excepcional la dedicación, hasta su propia despedida, de Emma Cohen, como si no quisiera hacerle ruido a la presencia inolvidable del hombre con el que compartió el anhelo de ser feliz sin que hubiera otras interrupciones que el sueño. La muerte es el gran impostor, la otra parte de la vida, y ahora ha roto ya para siempre esa unión Emma-Fernando que siguió viva mientras tuvo aliento aquella Emma que rompía balcones para que la calle y la noche entraran en su vida como una ventolera.

Como si se hubieran muerto una luz, el viento y una ventana ha muerto Emma Cohen, una mujer excepcional como su vida.

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