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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un sillón de verano (con bochornos)

El calor me hace añorar aquel verano sin verano de 1816 en que fue concebido 'Frankenstein'

Manuel Rodríguez Rivero
El actor Boris Karloff fuma un cigarro caracterizado de Frankenstein (1931).
El actor Boris Karloff fuma un cigarro caracterizado de Frankenstein (1931).Silver Screen

Verano. Y de qué modo. El mercurio (suponiendo que, en el que ahora intento leer el calor, la plata líquida de los alquimistas no haya sido sustituida por algún fluido económico de fabricación china) se dispara abundante del bulbo que lo contiene y trepa por el capilar de cristal hasta cumbres cercanas a los 35 grados. Atmósfera sofocante, ambiente pegajoso, la lengua tapizada de papel de lija; se hace difícil respirar en esta noche que ha olvidado su función refrescante: “Crepita / sin quemarse / la noche / del verano”, decía en una oda de 1954 el aún joven Neruda, aún más acalorado, probablemente, por la reciente muerte de Stalin, de cuya naturaleza social-divina había escrito, a modo de invidente y servil obituario: “Nacieron / de sus manos / cereales, / tractores, / enseñanzas, / caminos”. Lo sabemos, al menos desde (el también ciego) Homero: nadie es perfecto, ni siquiera los grandes poetas que supieron cantar en tiempos difíciles. Me consuelo en esta noche mineral (con permiso de Francisco Solano), auténtico castigo de un Dios irritado (como casi siempre) y que sabe que ya no queda ni un justo en la Sodoma de Rajoy (que la nostalgia no te haga mirar atrás, Yrit, le digo a la mujer de Lot); me consuelo, digo, homenajeando a Yves Bonnefoy, el último gran poeta muerto y enterrado. Encuentro en su magnífico poemario Début et fin de la neige (1991; traducción española en Hiperión), cuyos versos refrescan y consuelan, su homenaje al (hoy) deseado meteoro: “Nevar, / desembrollarse el cielo”. El bochorno me hace también añorar aquel estío sin canícula de 1816, el más célebre verano de toda la historia de la literatura, cuando las cenizas del volcán Tambora cubrieron los cielos de Europa filtrando la luz y trayendo el frío y la tiniebla. Ignoro si la cosecha de 1816 fue buena para los vinos mediterráneos, pero sí lo fue para aquellos salvajes civilizados (Byron, Claire Claremont, Mary Wollstonecraft Shelley, Percy Bysshe Shelley y el médico John Polidori) a los que atraían, además de otras heterodoxias, el amor, el incesto y la pasión por transgredir, y que se complacieron durante tres días contándose historias espeluznantes al calor de la chimenea de Villa Deodati, ante un lago Leman cuya superficie resplandecía oscura y espesa como lengua de alquitrán. De allí surgió, además de la hasta entonces más completa representación del vampiro (a cargo de Polidori), el personaje de Frankenstein, el nuevo Prometeo (Mary Shelley), aquel monstruo demasiado humano que fue engendrado con una chispa de electricidad y que iba a entrar por derecho propio en la iconografía más gótica de la modernidad. Pero, ay, por más que sea el lema de Nórdica, una de las editoriales que celebran su primera década de vida, por aquí ni la nieve llegará pronto, ni se siente en el aire, ni hay más criatura temible que quien yo me sé y puede seguir gobernando.

Victoria Ocampo, fundadora de la revista literaria 'Sur'.
Victoria Ocampo, fundadora de la revista literaria 'Sur'.Dmitri Kessel (Getty)

Amores

Leo en Darse, la estupenda recopilación de escritos autobiográficos y “testimonios” de Victoria Ocampo que ha publicado la Fundación Banco de Santander (selección y edición de Carlos Pardo), algunas reflexiones de la fascinante (y en cierto modo vampírica, como también lo fueron Alma Mahler o Anaïs Nin) socialite argentina acerca de Pierre Drieu la Rochelle, lo que me lleva a repasar la correspondencia entre ambos publicada en Lettres d’un amour défunt (1929-1944), editada en francés por Bartillat hace algunos años. De aquel extenso cruce de cartas sostenido mientras en Europa se preparaba y desencadenaba la catástrofe solo nos quedan 86 misivas de Drieu y 16 de Victoria (un incendio en un guardamuebles acabó con buena parte de los archivos de Drieu). Algunas se refieren a cuando la pasión (más perentoria y obsesiva en él) aún ardía y otras son exponentes del diálogo intelectual mantenido por ambos a distancia, incluidos sus diferentes puntos de vista sobre lecturas, el fascismo rampante y la guerra. Acerca de sus sentimientos es curioso comprobar ciertos celos del escritor francés por las relaciones (sólo platónicas) de Ocampo con los filósofos Keyserling y Ortega y Gasset (quien, por cierto, quedó obnubilado ante la belleza de la dama y, llevado por el despecho, se permitió hablarle desdeñosamente de su marido, Julián Martínez, calificándolo de “hombre vulgar”: y es que Ortega siempre tuvo algo de señorito con mal perder). De su correspondencia más mollar se ha perdido la carta en que Victoria expresaba su dolor por el derrumbe de Francia en junio de 1940, recibida por los filonazis argentinos (allí abundaban) como el advenimiento de una nueva era. Pero podemos hacernos una idea de su contenido por los comentarios machistas de Drieu expresados en una nota de su Journal 1939-1945 (Gallimard, 1992): “Recibida carta de V. Ocampo, proclamando su desesperación francófila, su pavor ante la invasión nazi en Argentina. Dice que la juventud ha sido ganada por el prestigio de la gran aventura. Más hembraza (femelle) que nunca, toda gritos y pataleos, tierna y absurda”. Ya ven, para entonces al fascista Drieu se le había pasado la pasión.

Refresco

Nadie me invitó a la “noche más esperada”, aquella en la que “se entra en un sueño, se camina por la historia [sic] y los invitados se adentran en un universo paralelo en el que se detiene el tiempo”, y en el que “nadie podía imaginar una pareja más extraordinaria: ella, un icono social (…), la mujer que más fascina en cada momento de su vida. El, un escritor de premio de relevancia mundial [sic, sic] y uno de los intelectuales más importantes de nuestra época”. El lugar no es Villa Deodati, sino el castillo de Windsor; la ocasión, la fiesta de Porcelanosa; los invitados, todos los que debían estar, incluido el eterno príncipe Carlos (aka, “orejas de soplillo”); la extensa crónica, de la que he seleccionado los entrecomillados, la proporcina¡Hola!, a la que el noviazgo de la década ha conferido maneras de patética pero glamurosa revista literaria. Miren: yo, como casi todos ustedes, improbables lectores, estoy dispuesto a perdonar todas las boberías que se hacen en nombre del ciego y babeante amor. Pero, maestro, un poquito de contención mediática, al menos durante una temporada, suplico desde esta noche tórrida de verano mientras se me cae de las manos (convertido en libro de arena) mi sobadísimo ejemplar de La casa verde.

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