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Leer, pensar y enseñar a lo grande

La defensa del canon y la crítica al relativismo y a la banalización técnica son los ejes de su obra

La obra de George Steiner constituye un género por derecho propio. En esa categoría está sola y de hecho excluye las obras de todos los demás, que pasan a ser citas y constantes referencias cruzadas, objeto de la entusiasmada y generosa atención del maestro, quien tarde o temprano acaba por consignarlas en abigarrados ensayos como palimpsestos, en escenarios donde sus lecturas innumerables no dejan rincón de la tradición europea sin explorar. Steiner es un escritor único. Solo él es capaz de articular con relativa consistencia el Teorema de Gödel, el poema de Parménides y la Tetralogía de Wagner y descubrir en estas proezas un inesperado tronco espiritual común. Su vocación intelectual se compara con los constructores de catedrales que reunían con pericia y razón la técnica y la belleza y las ponían al servicio de una experiencia mística.

También como maestro es singular George Steiner: ningún imitador se le equipara y no ha dejado discípulos. En sus escritos echa mano de una memoria asombrosa combinada con una erudición que se alimenta de casi todas las grandes lenguas europeas y remata en una prosa inconfundible, hecha de una escritura ampulosa y áulica que emplea con eficacia todos los recursos del comparatista y el saber de los humanistas clásicos. Steiner también es singular por su punto de vista, siempre excéntrico, sacando buen partido de la característica extraterritorialidad de los intelectuales judíos europeos. Sus ensayos combinan la pompa académica aderezada con la típica malicia y contundencia crítica, pautas de estilo comunes a casi todos los ensayistas anglosajones; y aunque su pensamiento, como le reprochó alguna vez y con razón Vladímir Nabokov, parece estar siempre “sostenido por sólidas abstracciones y generalizaciones”, sus textos consiguen llevar al lector de la mano por todo el espacio de la cultura europea, la clásica tanto como la moderna, y hacerle participar en una especie de rito iniciático permanente.

Tres son los ejes principales de su obra. En primer lugar, el filológico, representado por monografías apasionadas que unas veces analizan en profundidad la figura y la obra de algunos cánones literarios y filosóficos (Kafka, Tolstói, Dostoievski, Broch, Bernhard, Heidegger) y otras se diseminan por el campo de la crítica y la historia de la cultura en obras tales como Antígonas, Después de Babel y En el castillo de Barba Azul. En segundo lugar, el ideológico, cuyo centro de interés lo forman los ensayos donde se enfrenta con resolución a las derivas posmodernas que considera nihilistas: sobre todo en Presencias reales, donde aboga por rescatar la posibilidad del sentido como necesaria trascendencia y donde además aprovecha para tomar partido contra el posestructuralismo y la crítica literaria deconstructivista. Y, en tercer lugar, la crítica de la cultura contemporánea, en obras tales como Nostalgia del absoluto, Lecciones de los maestros o Gramáticas de la creación, donde se entrega a una culta melancolía para reivindicar la necesidad de una nueva paideia frente a lo que considera la mayor amenaza de la técnica: la educación como mero adiestramiento.

La pasión de Steiner es siempre la misma. Sus obsesiones y sus temas principales, así como su estilo, estaban ya planteados y maduros en una de las primeras compilaciones de ensayos que forman su extensa obra: Lenguaje y silencio, libro seminal reunido en 1976. Allí está ya su profesión de fe literario-humanística, el testimonio crítico de los varios genocidios del siglo pasado, la invocación a la tradición clásica y bíblica y su genuina admiración por algunos de los que considera maestros modernos (Mann, McLuhan, Lévi-Strauss, Kafka) y el anticipo de lo que, en la vejez, se representará como los ominosos fantasmas del apocalipsis de la cultura europea.

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