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Los últimos meses en la vida de Jim Morrison

Se cumplen 45 años de la muerte del líder de The Doors

El cantante Jim Morrison.
El cantante Jim Morrison.

A los 27 años, Jim Morrison se consideraba demasiado viejo para ser un cantante de rock & roll. Pero, sobre todo, le superaba el personaje en el que se había convertido liderando The Doors, “el símbolo sexual más poderoso desde James Dean y Elvis Presley”, proclamó The New York Times. Un magnetismo amplificado por su rebeldía, que transformaba los conciertos en desafíos a la autoridad. Morrison bordó su papel (“I am the Lizard King / I can do anything”) mientras se maceraba en alcohol. “Quería morir joven, ser una estrella fugaz”, diría Danny Sugerman, su manager y biógrafo. Entre su triunfo en el verano de 1967 con Light My Fire, y su último concierto en diciembre de 1970, The Doors pasaron a convertirse en un fenómeno, a veces de feria, dirigido por un alma fuera de control. Y entonces, Morrison descubrió, como el Bartleby de Melville, que prefería no seguir haciéndolo.

Antes de que el teclista Ray Manzarek lo convenciera para cantar en el grupo, Morrison estudiaba cine, su principal vocación junto con la poesía. Intentó darle continuidad a su primer poemario (The Lords And The New Creatures, de 1969, firmado por James Douglas Morrison), marchando a París en marzo de 1971. De este modo huía también del caos que él mismo había desatado. Una denuncia por exhibicionismo en un concierto de Miami (se le acusó de mostrar el pene) dejó al grupo fuera de juego: 30 conciertos cancelados, seguidos del fracaso artístico y comercial de The Soft Parade (1969). El regreso al blues de Morrison Hotel (1970) les hizo reflotar, pero el cantante seguía perdido en su laberinto alcohólico, algo que según el productor Paul A. Rothchild, le servía para lidiar con el agobio del estrellato. Incluso un juerguista consumado como Steve McQueen terminó rechazándolo para interpretar una película que planeaba dirigir.

Ni siquiera esperó a que se publicara L.A. Woman (1971), obra redentora y también la última que registró con la banda. Con sobrepeso y camuflado bajo una poblada barba, optó por seguir los pasos de Rimbaud, quien en el esplendor de su escritura abandonó la poesía, viajando a África para convertirse en traficante de armas. El cantante también llegó a mencionar África como el refugio adonde escapar de la idolatría de la que era objeto, pero terminaría exiliándose en París. Allí le esperaba Pamela Courson, compañera de vida con la que mantenía una relación borrascosa. Morrison, que había incluido la cocaína en su dieta lúdica durante los últimos meses que pasó en California, descubrió entonces que Courson esnifaba heroína. Los tres meses que duró su estancia parisiense transcurrieron tal como él deseaba. Reforzó la relación con su poesía, recorrió la ciudad siempre acompañado por sus cuadernos de notas, saboreó el anonimato y siguió emborrachándose, en público y en privado.

Visitó también el cementerio de Père Lachaise, lugar donde descansan los restos de Oscar Wilde, Edith Piaf y Chopin, y donde, unos días más tarde, descansarían los suyos. Se dijo que su muerte, ocurrida el 3 de julio de 1971, fue debida a un fallo cardíaco —un problema en los pulmones le hacía toser sangre— pero la sombra de una sobredosis planeó sobre ella desde el principio. La incertidumbre acabó generando un mito que, involuntariamente, alimentó su condición de renegado de casi todo. Se especuló con que había fingido su muerte, mientras se sucedían testimonios de quienes aseguraban haberlo visto aquí o allá. La única certeza es que James Douglas Morrison se cansó de ser cantante de rock, prefirió ser poeta. Al fin y al cabo, convertirse en estrella fugaz solo es otra manera de ejercer de Bartleby.

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