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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vila-Matas

La ventaja de trabajar con personajes como Vila-Matas es su alejamiento de toda ínfula, de esa egolatría tan cansina y habitual

Ángel S. Harguindey

El estupendo reportaje sobre Vila-Matas en el espacio Imprescindibles (La 2) comienza como no podría ser de otra forma: un paseo nocturno por las calles de París con una banda sonora del tipo de Ascensor para el cadalso. Se dirige a un acto en el que él es el protagonista: selfies, firmas de ejemplares, elogios... la parafernalia del triunfador y, siempre, alguna provocación: “Me gusta París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí”.

Vila-Matas comienza su andadura pública en esa factoría de escritores cinéfilos que fue Fotogramas (Molina Foix, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, entre otros) y ya desde el principio muestra su preferencia por el cine heterodoxo, un concepto que hace literariamente suyo y que no abandonará para regocijo de sus seguidores y martirio de buena parte de la crítica. “Soy partidario de la crisis permanente de la literatura... La incomprensión es un gran motor”, comenta. Paradójicamente, su primer libro de cuentos lo tituló Nunca voy al cine, por más que a juicio de Ignacio Martínez de Pisón el libro en el que ya se vislumbran las claves de su obra posterior sea Historia abreviada de la literatura portátil.

La ventaja de trabajar con personajes como Vila-Matas es su alejamiento de toda ínfula, de esa egolatría tan cansina y habitual. Cuenta historias disparatadas (ese viaje a El Cairo que se convirtió en un mes en Varsovia, en casa de uno de sus maestros, Sergio Pitol, y donde trató a un hijo natural de Lenin) o reconoce sinceramente que su primer gran faro espiritual fue Witold Gombrowicz, del que estaba convencido que escribía como él hasta que, publicados ya cinco libros, lo leyó por primera vez y comprendió que no tenían nada que ver.

Pero París y Vila-Matas no serían lo que son sin un retrato de un pintor español afincado allí. Miquel Barceló, con su careta antigás de los que asumen que la pintura es un campo de batalla, cumple el ritual.

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